Acabamos de conmemorar los siete años del inolvidable Primero de Octubre. Y este jueves conmemoramos la mayor movilización que haya conocido nunca el país en contra de la brutalidad policial a la que fue sometida la pulsión popular y democrática de dos días antes. (Y, claro, de la ignominia monárquica). Siete años tan intensos como decepcionantes para las expectativas que había acumulado el independentismo y en las que nos preguntamos, recordando la vieja canción de Pete Seeger, “¿Qué se ha hecho de aquellas flores?” Y, como en la canción, se escucha la respuesta en el viento: “Quién sabe si volverán. Quién sabe si alguna vez volverán”.
Y es que lo que más nos agobia es saber qué se han hecho de los 750.000 votos que el independentismo ha perdido entre las elecciones del 21 de diciembre de 2017 y el 12 de mayo de 2024. Una interpretación que ha llevado mucha confusión estratégica tanto a los partidos independentistas como a las organizaciones que acompañan el movimiento cívico. En particular, yo soy del parecer que atribuir la abstención a la irritación contra el procesismo por las supuestas cobardías y traiciones en el referéndum es tan simplista –e interesado– como lo es aprovecharla para cantar los responsos al independentismo.
En primer lugar, la misma cifra de los 750.000 votos perdidos por el independentismo en siete años ya es muy discutible. Por tres razones, y en sentidos diversos. Una, porque el 21 de diciembre de 2017 registró una alta participación, hinchada a causa de la excepcional polarización que se había creado entre la represión posterior al referéndum y el miedo a que se hiciera efectivo. De modo que se suelen contar más independentistas que los que había. Dos, porque sabemos que entre los votantes al resto de partidos había una cifra nada despreciable de favorables a la independencia. En el Barómetro del CEO del 30 de octubre de 2017 lo eran el 30% de los que afirmaban que votarían a Podemos o Cataluña Sí que se Puede, y que finalmente se presentaron el 21-D como Cataluña en Común-Podemos y obtuvieron cerca de 370.000 votos. Tres, y a la inversa, entre quienes decían que votarían a partidos independentistas, en el momento más álgido, se mostraban en contra entre un 5% y un 7%. En el último Barómetro del 18 de julio de 2024, ¡ya son contrarios a la independencia el 19,4% de los que dicen sentir simpatía por ERC!
Lo cierto es que, de votos de los tres partidos independentistas que hayan ido a la abstención, según cálculos del politólogo Toni Rodon publicados en este mismo diario, no hay más de 300.000. Menos del 15% del bum del 21-D. El resto son votos que se han trasvasado a otros partidos. ¿Todos son votos de independentistas irritados? No. Al fin y al cabo, el trasvase –como la abstención– es algo habitual que simplemente muestra que hay mucho voto lábil que no es de adhesión a un partido o a una ideología sino que en cada contexto electoral toma una decisión diferente.
Esto obliga a realizar una aproximación diferente del catastrofismo habitual entre el independentismo así como a la actual euforia unionista. Y es que, en ningún caso, se trata de adhesiones, digamos, radicales, definitivas. Mi colega, la socióloga catalana nacida en Argentina Judith Astelarra, hace tiempo que ha distinguido con mucha inteligencia entre el “ser” independentista y el “estar”. Serlo define una posición política sólida, casi esencial. Estar está condicionado a la calidad de la promesa independentista, por su plausibilidad y por las condiciones y costes de conseguirla.
Así, la tesis de un “independentista cabreado” general para explicar la abstención de 300.000 personas o el trasvase de 450.000 votos a otros partidos me parece muy sesgada. Y, lo peor, el mal análisis lleva a errores de estrategia tanto en el independentismo como en el unionismo. Así, si bien es cierto que los partidos y líderes independentistas de 2017 no supieron ni pudieron aprovechar el momento político, no es cierto que el apoyo electoral que tuvieron entonces, en su totalidad, fuera independentista. Tampoco puede darse por supuesto que la principal razón de la pérdida de apoyo electoral sea a causa de traiciones y cobardías procesistas. En la mayor parte de los casos, el voto no independentista al independentismo –el que “estaba” sin “ser”–, o el que se apuntaba al carro ganador, o el que votaba contrariado por la presión ambiental, ha vuelto a la casilla de salida. ¿Se le puede recuperar? Quizás sí, pero no solo con llamadas a una movilización patriótica desligada de capacidades y logros creíbles.
En la última versión más fina de “Qué se ha hecho de aquellas flores”, el estribillo ha cambiado. Ahora Falsterbo ha cantado: “¿Por qué no aprendemos, cómo es que nunca aprenderemos?” Sí: es más exacto.
ARA