Me propuse no escribir nada sobre las negociaciones para un acuerdo de gobierno que no tenía alternativa posible. Era previsible que las gesticulaciones públicas, tanto si simulaban acercamientos como si fingían rupturas, no fueran otra cosa que las expresiones de un tira y afloja agonístico propio de un pacto que unos y otros sabían insoslayable. Eran dos adversarios condenados a entenderse, y justamente porque sabían que este era un final inevitable, lo debían hacer difícil y estirar hasta el extremo para que sus partidarios lo pudieran creer.
El desasosiego creado por esta larga negociación, esta impaciencia sobreactuada por parte de los analistas, ha tenido que ver con el hecho de que sabían cuál sería el desenlace y les inquietaba la duración del ritual de apareamiento. La administración del tiempo ha sido el verdadero -y quizá único- instrumento de presión: a ERC le corría prisa y Junts no tenía ninguna. Por esta razón, probablemente, el momento de máxima fuerza de Junts fueron los primeros días, y los de máxima fuerza de ERC, los últimos.
Sea como sea, no soy capaz de valorar un pacto cuya letra es un texto muy bien calculado -y mal escrito, como señalaba Albert Pla en ARA del sábado pasado (1)- para dibujar el equilibrio inestable en que se sustenta este govern de conveniencia. Más que la letra, habrá escuchar la música cuando empiecen a sonar los primeros compases. Haber rebajado las expectativas a una gestión ordenada de la autonomía puede hacer que el nuevo president, el muy honorable Pere Aragonés, sobresalga en los objetivos. Por lo menos, podrá contar con la paz mediática catalana que no tuvo el govern anterior.
La épica que se ha permitido el nuevo president es la de añadir el adjetivo “republicana” al sustantivo “Generalitat”. Es un pequeño abuso, como lo sería si un día Salvador Illa fuera presidente y hablara de una “Generalitat socialista” o si Jordi Pujol hubiera utilizado la expresión “Generalitat convergente”. La Generalitat actual es autonómica, y aunque terriblemente debilitada después de que, precisamente con el aval de los que más piden que se respeten las instituciones, se demostrara que podía ser desarticulada -y detenida- al amparo del artículo 155 de la Constitución española.
Tal y como han reconocido los autores del pacto final, se trata de un acuerdo para la gestión del margen de poder que queda al Govern, pero que deja fuera la definición de una estrategia independentista. Sin embargo, incluso así, le costará mucho a este govern no volver a hacer hincapié en la depredación fiscal del Estado a la hora de justificar sus limitaciones cuando lleguen, antes de lo que pensamos, las estrecheces presupuestarias. Será difícil volver a sacar adelante aquellas leyes fundamentales que los gobiernos españoles bloquean cuando las llevan al Tribunal Constitucional. Se notará que cuenta con una administración atemorizada por una represión que no cesará. Y pronto se volverá a ver que el problema de fondo de la gobernabilidad no son tanto las personas y su competencia, como las estructuras de dependencia de las que el soberanismo se quería desprender.
Y un último apunte. La oposición agresiva de aquella Arrimadas ganadora de 2017 fue cargante pero verbal y fácil de driblar. La oposición del PSC de Salvador Illa, en cambio, será diferente. Las buenas maneras mostradas en el debate de investidura anuncian un desafío mucho mayor. Entre otras cosas, porque Illa tendrá a su favor el gobierno de España para ganar cualquier pulso que se plantee y así apuntarse los principales éxitos del govern catalán. Por lo tanto, si el soberanismo no sabe aprovechar la prórroga que le proporciona la tregua del pacto de gestión para llegar a un acuerdo y definir una estrategia soberanista triunfadora, el próximo president de la Generalitat -quizás antes de lo que nos podemos imaginar será Salvador Illa.
ARA