¿Qué hemos hecho del Primero de Octubre?

La conmemoración del quinto aniversario del Primero de Octubre de 2017 pudo ser una buena ocasión para revisar críticamente las interpretaciones posteriores que se han hecho. Cuando se producen hechos inesperados y de consecuencias imprevistas existe una necesidad compulsiva para reinterpretarlos para apropiárselos y sacar provecho. Y ha habido apropiaciones honestas, las ha habido falaces, y las hay carroñeras.

En el caso del referéndum de hace cinco años, el fracaso de su objetivo inmediato –lograr la independencia de Cataluña o, al menos, dotarla de una indiscutible legitimidad– ha llevado a una perversa manipulación de las razones de quienes le impulsaron. Las interpretaciones que se han ido imponiendo han querido convertir en farsantes a quienes pusieron el cuello. Y esto ha añadido más frustración al fracaso, impidiendo que esa experiencia extraordinaria de fuerza política popular se convirtiera en un motivo de autoestima colectiva y de empuje para avanzar y acelerar el éxito futuro.

Hay muchas profecías retrospectivas, es decir, interpretaciones hechas a posteriori partiendo de cómo acabó el 1-O, pero han hecho fortuna las de quienes hurgan en el descrédito de lo que despectivamente llaman “procesismo”. Y, ciertamente, las estrategias políticas de quienes ahora juegan a dormir al Proceso han contribuido a hacerlas creíbles. Si la ERC que antes del referéndum encendía los ánimos independentistas ahora se dedica a apagar el fuego que el adversario unionista sigue encendiendo todos los días, es comprensible que haya quien piense que nos había estado engañando. Y, sin embargo, podría ser todo lo contrario: que hasta hace cinco años nos dijera la verdad y que fuera ahora cuando va de farol, para utilizar esa expresión que tanto ha contribuido a la desconfianza actual.

El predominio de las voces que menosprecian el Proceso, con sus manifestaciones impresionantes y la brutal culminación en un referéndum que dejó en ridículo al Estado, no es de extrañar. Por un lado, se ha hecho desaparecer del mapa comunicativo a quienes podrían avalar el Proceso. Por otro, tampoco podrían defenderse en público sin caer en el riesgo de autoimputarse en la guerra judicial que sigue viva, o de desvelar todo lo que se pudo salvar de la ocupación del país por el 155.

Dos de las ideas más autodestructivas que se han ido imponiendo sobre el Proceso y su culminación en el referendo de hace cinco años son la del inicio del despertar independentista y la del tópico de que “no había nada preparado”. Sobre la primera, las falsedades pueden desmentirse con hechos. Los datos muestran que el desencadenante no fue el descontento por la crisis de 2008, ni lo empujó el “catalán cabreado”, ni empezó con la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010. El despertar se inicia en 2006 con el fracaso de la reforma del Estatut, y el impulso le da un sentimiento positivo de autoestima y confianza, bien expresado en aquella idea del “derecho a decidir”, y que precisamente desbordó el antiguo independentismo irritado.

En cuanto a la infamia del “no había nada preparado”, basta con darse cuenta de que antes del referéndum, y por un elemental sentido democrático, lo único que podía hacerse era tener bien diseñadas las futuras estructuras de Estado. Pero su ejecución práctica, obviamente, sólo podía realizarse después de la ruptura democrática con el Estado, no antes. Por eso, la tan escarnecida idea “de la ley a la ley” no era un ejercicio de candidez sino la expresión de una profunda convicción democrática y de la voluntad de hacer una transición con la máxima seguridad jurídica y salvaguarda de los derechos civiles de las personas e instituciones.

El enemigo ha hecho su trabajo. Lo lamentable son los cómplices necesarios que ha tenido aquí a la hora de querer desmantelar retóricamente el gran triunfo del independentismo democrático de hace cinco años y que ahora deberíamos estar celebrando desacomplejadamente.

ARA