El día en que llegué a Beirut, cazas israelíes habían sobrevolado la ciudad y roto la barrera del sonido Sencilla, la tumba está señalada con las fechas del nacimiento y muerte de Said talladas en árabe e inglés
Relato de un viaje a Líbano para verter tierra de Palestina en la tumba del intelectual que analizó el conflicto entre Oriente y Occidente
El martes 20 de julio de 2004 volé desde Nueva York a Beirut.Me uní aun pequeño grupo de jóvenes libaneses y palestinos que trabajan en los campos de refugiados palestinos de diversas formas, sobre todo creando centros culturales juveniles. Me habían invitado a explorar con ellos las posibilidades de llevar a los campos una parte de nuestro proyecto de investigación y apoyo del cine palestino, Dreams of a nation.Viajaba con mi habitual mochila verde, uno de cuyos bolsillos pequeños contenía una bolsa de plástico con tierra de Palestina. Antes de abandonar Nueva York, visité a Mariam Said, quien me dio permiso para depositarla en la tumba de Edward.
Una amiga palestina, Rasha Salti,me esperaba en el aeropuerto, y durante unas dos semanas recorrimos el Líbano y Siria visitando campos, mostrando películas y realizando una valoración preliminar de lo que necesitábamos hacer. Entre excursión y excursión a los campos de los alrededores de Beirut (Sabra y Chatila, Mar Elias y Burj al Barajna), el domingo 25 de julio a eso de las tres y media de la tarde, Rasha Salti y yo tomamos un taxi delante del hotel Mayflower en el centro de Beirut y fuimos al pueblo de Brumana. En el bolsillo derecho de la chaqueta llevaba la bolsita con la tierra que había recogido en Palestina.
El taxi dejó atrás el barrio de Ras Beirut bajo una luz de primera hora de la tarde que empezaba a perder su energía del mediodía y se convertía en una versión más amable de sí mismo. Hay algo suspendido en el alma desnuda de Beirut que ha sobrevivido al final de la guerra civil. El día en que llegué, los cazas israelíes habían sobrevolado la ciudad y roto la barrera del sonido. “Es como violar el cielo”, me dijo Rasha. A mis ojos, desprovistos de los miasmáticos recuerdos que los beirutíes tienen de su historia, Beirut es como un pastel de hojaldre que soporta sufrimientos entremezclados con cremosas capas de dulces esperanzas. Das un mordisco a Beirut, y no sabes si reír con su alegría o llorar con su dolor. La ciudad sigue siendo patológicamente confesional, pero algo en el corazón de ese confesionalismo desea florecer y dar frutos de tolerancia religiosa. Tanto en las fiestas privadas como entre el personal de un modesto hotel, uno encuentra una muestra representativa de la sociedad libanesa: suníes, chiíes, cristianos y ateos, compartiendo la misma comida, desafiando la misma suerte, recordando los mismos miedos, abrigando las mismas esperanzas, la consecución del mismo destino y, sin embargo, hablando de identidades confesionales como si hablaran de habitantes de algún planeta remoto.
Como ciudad, Beirut es una combinación extraña de banalidad posmoderna y de profunda sensación de irascible tragedia marcada por toda la cara. Los arcaicos recuerdos de la guerra civil compiten con el centro urbano del primer ministro Harari, proyectado vana y vanidosamente para atraer desde los Estados del Golfo los negocios lucrativos y la atención saudí. Los beirutíes laicos no soportan que les pregunten a qué confesión religiosa pertenecen. Consideran que las políticas laicas y progresistas están más allá de la religión con la que nacieron y se criaron, y sin lugar a dudas lo están. Hay una universalidad de saberes en sus destacados intelectuales públicos, personas como Fawaz Trabulsi o Elias Jury, que desafía todo confesionalismo y articula una visión del mundo árabe y musulmán y, más allá, de todo el mundo que resulta extraordinariamente comunicativa y que lo abraza con su cultivado cosmopolitismo. Y, sin embargo, de forma intrínseca a la disposición discursiva de los libaneses hay una política identitaria casi instintiva que supera las empalizadas y los fortines de su propia razón. Los drusos hicieron esto, los maronitas aquello, los griegos ortodoxos son así, los chiíes, los suníes, los armenios… De todos modos, si uno soporta todo eso con paciencia durante unos minutos, hasta que se relajan en un restaurante armenio, entonces lo mejor que tienen (que es la comida) supera lo peor (su política sectaria).
Barrios pobres, barrios ricos
El sol era mucho más suave cuando empezamos a salir de los límites de la ciudad en dirección a las montañas. Aunque excepcionalmente limpia para ser una importante metrópoli, Beirut no es saludable. Parece como si fuera a explotar en cualquier instante. Sin embargo, la vida que logra sostener en medio de ese acechante peligro y en los detalles de sus restaurantes pequeños y modestos (no caros y vulgares) constituye la definición misma de la gracia y la elegancia. La carretera de Beirut a Brumana pasa por algunos de los barrios más antiguos y pobres; y Rasha conoce Beirut mejor que la cocina de su apartamento del East Village neoyorquino. Primero pasamos por Suq al Ahad, un mercado dominical al que, según me explicó, acuden a comprar las más recientes oleadas de inmigrantes procedentes de Siria y Sri Lanka. Los inmigrantes abundan en el Líbano. Chatila, por ejemplo, ya no está limitado a los refugiados palestinos. Los inmigrantes pobres de Siria, Egipto, Iraq e incluso Bangladesh se han instalado en el campo y comparten la suerte de los palestinos sin hogar (menos, por supuesto, el hecho de haber sido asesinados por los falangistas en nombre de los israelíes). Desde Suq al Ahad, cruzamos Jisr el Basha (sobre el río Beirut) y luego tomamos la carretera que separa una vieja zona industrial llamada Sin el Fil (“El diente del elefante”; al parecer se encontraron ahí los restos de un mamut prehistórico) yAl Nabaa. Para los beirutíes nativos, Nabaa recuerda otra zona industrial anterior a la guerra civil, donde solía reunirse la clase trabajadora pobre, mezcla de obreros libaneses y palestinos. Fue ahí donde se organizaron más los izquierdistas y hubo asesinatos sistemáticos de pobres al principio de la guerra civil. Justo después de Nabaa, llegamos a Horsh Tabet, una zona residencial muy elegante donde tiene sus villas la elite política y económica.
En la rotonda de Mkales, doblamos hacia Mansurie, una nueva zona industrial donde existe una escuela de turismo, y luego nos dirigimos al valle donde estuvo antaño Tell az Zaatar, escenario de una importante matanza de palestinos. Pero antes de que pueda uno recordar u olvidar por completo el recuerdo de Tell az Zaatar, aparece inmediatamente Beit Mery, otra lujosa zona de residencias de verano. El aire ya es muy diferente; es mucho más frío, más fresco y mucho menos contaminado. Se trata sobre todo de un vecindario cristiano, según me explicó Rasha, donde se han instalado recientemente muchos saudíes y jalijíes (del Golfo).
Tras Beit Mery llegamos a Rumie, donde se encuentra una de las mayores cárceles del país. Después está Brumana, un lugar de veraneo a una hora del centro de Beirut. La expansión urbana de Beirut ha llegado hasta ahí, de modo que la gente vive todo el año en Brumana oRumie y acude diariamente a trabajar a la capital. Poco antes de entrar en Brumana, un Mercedes muy lujoso con matrícula saudí que venía en dirección contraria se puso a acelerar y adelantar una fila de coches y nuestro taxista logró por muy poco esquivar el accidente justo delante de la escuela cuáquera donde Edward, según me dijo Rasha, había dado la conferencia inaugural en 1998.
Desde Beirut había llamado a Sami Cortas, el hermano de Mariam Said. Sami se ofreció amablemente a recogerme en Beirut, pero no quise molestarlo aún más y le dije que tomaría un taxi. Lo llamamos al entrar en Brumana y concertamos recogerlo cerca del hotel Grand Hills y nos guió hasta el cementerio cuáquero (Madafin Jamiyyat Ashab al Quakers), un cementerio modesto y que casi pasa inadvertido junto a la carretera principal. La verja estaba cerrada, pero Sami Cortas tenía la llave. La abrió, y Rasha y yo bajamos tras él por una escalera hasta un pequeño y cuidado jardín.
Pinos y olivos
El jardín está lleno de pinos procedentes del monte Metn. Entre los pinos, había gran variedad de enredaderas, arbustos y flores. Las tumbas estaban esparcidas por todo el jardín sin ningún orden particular que saltara a los ojos de los peregrinos. Seguimos a Sami Cortas unos pocos pasos hasta una tumba situada a la izquierda de las escaleras por las que habíamos entrado. Hizo un gesto con la mano y exclamó: “Aquí está”. La tumba es sencilla y elegante, con un encanto minimalista. Está señalada por dos piedras de granito negras, una horizontal y otra vertical, con las fechas del nacimiento y muerte de Edward Wadie Said talladas en árabe e inglés. Lo primero que observé en la tumba era que estaba orientada hacia el este. Estaba bien orientada.Ala izquierda, mirando de frente, hay un olivo hermosísimo, que casi parece un bonsái demasiado grande y que crece en medio de un arriate de tupidas flores anaranjadas y amarillas, en plena floración cuando hicimos la visita. Sami Cortas nos dijo que Mariam Said había plantado ese singular símbolo de Palestina junto a la tumba de Edward. La tumba se distingue enseguida por su granito negro horizontal y vertical de las demás, que son casi todas de alabastro blanco colocado horizontal. “Dadas la múltiples disonancias de mi vida”, recordé la frase final de la autobiografía de Edward, “he aprendido a preferir no tener del todo razón y estar fuera de lugar”. A la izquierda del olivo y junto a las escaleras por las que habíamos bajado había una expansiva y generosa higuera de cuyas gruesas ramas colgaban unos frutos todavía verdes; y, al pie de las escaleras, al otro lado, crecía una exuberante parra. Me di la vuelta y miré desde el punto de vista de la tumba; vi el amplio panorama del monte Líbano, tranquilo, tranquilizador, permanente.
Debían de ser en ese momento las cinco o las seis de la tarde, y los tres permanecimos frente a la tumba de Edward, bajo la sombra de una constelación de recuerdos y emociones demasiado preciosos para desenmarañarlos. Todo cuanto recuerdo ahora de ese momento es el suave movimiento de mano de Sami y su voz amable: “Aquí está”. Y ahí estaba. Saqué la bolsita de plástico del bolsillo, la abrí, saqué un poco de tierra y se la entregué a Sami. Mi mano temblaba. La suya era firme. Pensamos que lo mejor sería poner la tierra en el macizo de flores, bajo el olivo. Sami vertió la tierra entre las flores. Le di otro poco a Rasha y ella hizo lo mismo. El resto me lo vacié con la mano y lo deposité entre las flores y el olivo; luego sacudí bien la bolsita para que cayera al suelo todo su contenido. Me guardé la bolsa de plástico en el bolsillo y miré la tumba de Edward. Le pedí que me perdonara esa muestra de mi antigüedad musulmana. Sé que se habría reído de mí. “Profesor Dabbashi -siempre colocaba una doble be en mi apellido-, eres un muthaqqaf (intelectual) posmoderno”. Y, en cuanto protestaba, me decía: “No te preocupes, yo les he inventado el vocabulario”. Su tumba estaba muy limpia. Irradiaba confianza, una vida bien vivida. “Hay aquí un presente no abrazado por el pasado”, recordé a Mahmud Darwish. “Una hebra de seda vierte letras de la página de la noche desde la morera. / Sólo las mariposas arrojan luz sobre nuestro atrevimiento / sumergiéndose en el pozo de extrañas palabras. / ¿Era ese condenado mi padre? / Tal vez pueda manejar aquí mi vida. / Tal vez pueda ahora alumbrarme a mí mismo / y elegir letras diferentes para mi nombre.”
Me incliné y besé la punta de la tumba; luego me senté y susurré mis plegarias. Lo echaba de menos. Pensaba que faltaba algo en la errancia de mi universo tras haber perdido un bastón, una brújula, un norte, la Vía Láctea. “Para mí, el sueño es muerte”, recuerdo esa invectiva de Fuera de lugar.Me levanté y seguí a mis amigos hasta el exterior. “¿Quieres hacer alguna foto?”, preguntó Rasha. “No”, respondí, mientras subíamos las escaleras.