Aunque la capacidad de indignación se me embota poco a poco, vista la abundancia de motivos que deberían activarla cada día, cuando tiene que saltar aún salta, a pesar de la fatiga. Por muchas cosas visibles y horribles, pero aquí hablaré sólo de una: la destrucción del nombre de mi país. Como cuando en la prensa o en la televisión se habla de una antigua corona que comprendía Cataluña, Aragón, la Comunidad y las Islas Baleares. Cuatro territorios, ya ven: tres con nombre propio, un sin nombre. Tres que son, uno que no es.
O cuando la prensa más seria compara el paro, las finanzas o la renta per cápita de España y de la Comunidad, ahora oficialmente Comunitat, según parece. Y etcétera, y así cada día, los políticos y los opinadores públicos, los llamémosles intelectuales, el gremio de la prensa casi sin excepción (¿y qué decir, no del PP, que ya se sabe, sino del PSPV, que se llama “del PV” (País Valenciano) pero que siempre siempre se refiere a la Comunidad, y nunca jamás al País Valenciano?). Tanto da que hablan de cine como de elecciones, de economía como del clima o de la salud pública: España está dividida en dieciséis territorios con nombre, y la Comunidad/Comunitat. No quisieron (“ellos”: mi amigo Cucó sabía quién, y por qué) que nuestro país fuera un país, ni siquiera un pequeño país sin peligro. Empezando por el tristísimo Joan Lerma que, cuando se aprobó ese Estatuto que nos dejó sin nombre, exclamó, exultante: “¡El País Valenciano ha muerto. Viva la Comunidad Valenciana!”. El principio era el mismo, para los unos y los otros: no teníamos que ser nada: Comunidad. Comunitat Valenciàna, que es poco nombre y poco ser, casi no es nada. Después, poco a poco, el adjetivo gentilicio se esfumó, se borró, se convirtió en sobrante: queda sólo Comunidad. Dirán que es una “comunidad” constitucional, como España es un Estado. Cierto. Pero nadie escribirá que entre los países de la Unión Europea, por ejemplo, se encuentran Francia, Alemania y el Estado. O que el Estado y Portugal forman la Península Ibérica. Porque España es un nombre y una cosa. Como Aragón y Andalucía, Galicia y Asturias, y así hasta Ceuta y Melilla, Canarias, y el islote de Perejil. Nosotros no somos nada. Por decisión superior, diariamente obedecida y acatada. ¿Hasta el fin de los tiempos? Por si nos faltaba alguna ignominia aún, estos señores del PP que nos gobiernan (los que nos gobiernan ahora, tan moderados que pretenden que son, tan sensatos, tan comprensivos, tan diferentes de los exaltados de antes) han llegado al punto fatal de prohibir hasta el nombre del país, y el mínimo patriota que, pensando en la historia reciente, pensando en una patria digna y propia, se atreva a decir o escribir “País Valencià”, puede incluso ser expulsado de una sala oficial. Y todo esto no es, como algunos imaginan, sólo un recurso populista del Partido Popular, atemorizado por una probable bajada de votos. Es algo peor, más profundo.
En el fondo del fondo, siempre está el país que se considera marco sustancial: el que define el espacio superior de responsabilidad, de lealtad, de identidad, es decir, un espacio nacional. Y quien piense que su país, a efectos de res publica y de lealtad política, es el País Valenciano, debería pensar que este país no tiene futuro (futuro como país, futuro de País Valenciano, no de Comunidad, suma de tres provincias españolas) sin un “nacionalismo” sólido y suficiente. Entendiendo por nacionalismo esa simple y básica convicción de ser un país. Si no sufriéramos tanta carencia de país, no sería necesario ningún nacionalismo, pero sí hace falta: al menos para compensar el déficit del propio y el exceso inmenso del impropio, el que pretende anular incluso el recuerdo de un país con un nombre. Y ya que nos hace falta un patriotismo propio, con país y con nombre, en necesario en todos los campos: el cultural, el cívico y el político. Con un añadido que la historia enseña, y no es la primera vez que lo escribo: sin el último, sin el político, los otros tienen un futuro muy escaso, y el futuro del país es más bien un futuro sin país. Con una lengua residual, que durante algún tiempo todavía la enseñarán en la escuela. Con libros y escritores, con asociaciones benéficas, con algunas cosas más. Pero sin país. Un país sin política propia no es un país propio. Es un trozo del país de los demás. Un país sin nombre que exprese su entidad de país, no es un país, es una simple demarcación administrativa: matar el nombre es sobre todo matar la cosa que el nombre representa. No hay País Valenciano, y pues no hay país, no hay nada. Quien no lo ve, es que ve muy poco. O que acepta un futuro sin país, que de eso se trata.