“Bestseller”

Canadá es un país culto, civilizado, educado, acogedor y de cultura democrática. El francés es oficial en todo el Estado y sus representantes políticos, cuando salen al extranjero, lo utilizan siempre en algún fragmento de su intervención, para dejar claro que allí hay dos lenguas oficiales: el inglés y el francés. Una sentencia de su Tribunal Supremo venía a decir, más o menos, que los quebequenses no se podían declarar independientes de forma unilateral, pero que si reunían el número suficiente de votos como para configurar una mayoría democrática, no habría más remedio que iniciar un proceso de negociación con el gobierno canadiense para encarrilar su proceso de secesión. Este formato civilizado, sin embargo, no fue obstáculo para que, cuando el segundo referéndum de Quebec, el gobierno federal aprobara de repente la concesión de la ciudadanía canadiense a un gran número de inmigrantes, desguazando así las veleidades independentistas de algunos de ellos, evitando así su mayoría. Por otra parte, el mismo día del referéndum, el servicio de correos cambió su logo por una inmensa bandera canadiense y, entonces, un montón de furgonetas del servicio postal pasaron a todo el día circulando por las ciudades y pueblos quebequenses, haciendo así una espectacular propaganda unionista sobre ruedas, ininterrumpidamente, durante toda la jornada electoral. Incluso hubo espacio para el humor cuando una emisora ​​de radio quebequesa mantuvo una conversación telefónica con la misma reina de Inglaterra, haciéndose pasar el locutor por el primer ministro canadiense. En el referéndum, el “no” obtuvo un 50,56% de votos y el “sí” el 49,44%. La diferencia a favor del “no” fue de 52.645 votos, con un índice de participación del 94,5%. Nadie discutió los resultados, a pesar de la escasa diferencia existente entre unos y otros y a nadie le pasó por la cabeza de decir que el resultado ganador debía ser mucho más claro y contundente de lo que, finalmente, se obtuvo.

El Reino Unido de Gran Bretaña es también un Estado con algunas características similares al Canadá y se presume, además, de tener el primer parlamento del mundo, afirmación por lo menos discutible. Su gobierno reconoce, sin rodeos, que Escocia es una nación y cuando los dirigentes de este último país emprendieron la vía secesionista los argumentos a favor y en contra de la idea se pusieron encima de la mesa. Unos y otros se afanaron, con pasión, en un debate estrictamente político, mientras, antes y después del referéndum, el gobierno independentista se esforzaba en gobernar bien y a mejorar las políticas sociales que aumentaban la calidad de vida de sus compatriotas. Los políticos británicos de todos los colores hicieron lo imposible para que no ganara el “sí” a la independencia y se comprometieron a una serie de medidas de aumento del autogobierno, mientras dejaban claro que los necesitaban para un proyecto en común. Curiosamente, uno de los argumentos más repetidos en contra de una Escocia independiente, era la advertencia y amenaza de que, en este caso, ¡Escocia entraría en la zona… euro y tendría esa moneda como propia! Lo que para los británicos sería una calamidad parece ser el paraíso para los españoles. Unos amenazan con entrar en el euro caso de ser independientes y los otros con salir, en la misma circunstancia.

Sin embargo, como por otra parte ya aseguraba el camarada Fraga, España es diferente y su tradición política no tiene la más mínima relación con la cultura democrática, la civilidad y la educación de los estados antes mencionados. La ofensiva fanática del nacionalismo español contra las aspiraciones catalanas es impensable en cualquier otro lugar de la geografía democrática universal. La deriva parafascista, insultante y amenazante, de las élites españolas no tiene precedentes en ninguna parte. Y algunos de los actuales arietes contra la libertad desbordan ya los límites más elementales del ridículo con sus afirmaciones. Están nerviosos, tienen miedo y la desazón de perdernos para siempre les consume. Primero vendrá Cataluña y, más adelante, el resto de la nación catalana y para ello trabajaremos. Ahora, sin embargo, ellos son quienes, con su torpeza, están internacionalizando el pleito catalán, planteándose ante los principales mandatarios mundiales y dándonos así una repercusión impagable. Todo lo que hacen, vale mucho dinero y nosotros no tendríamos recursos para sostener una campaña permanente así.

Hay que reconocer que la mayoría, por no decir todas, las manifestaciones del fanatismo nacionalista español se sitúan, directamente, en la categoría de patéticas. Habla el rey, el indocumentado de su presidente, los políticos españoles de todos los colores -reducidos sólo al negro en relación a Cataluña-, los bancos y entidades financieras, el gobernador del Banco de España, los responsables del deporte estatal , el presidente de Telefónica, los ministros de Defensa, Interior y Asuntos Exteriores (muy significativas las tres carteras), Belén Esteban y tutti cuanti, mientras el arzobispo de Valencia pide a los fieles que recen para mantener la unidad de España, como si ésta fuera, justamente, la primera prioridad que Dios tiene sobre la mesa. En fin… Ya hace unos años, Josep Huguet recogió en ‘Cornuts i pagar el beure’ (‘Cornudos y apaleados’), los disparates que sobre el país y los catalanes se decían por España. Después de aquel libro pionero en el género, estoy seguro de que, a estas alturas, debe de haber más de una persona haciendo un trabajo de hemeroteca, de 2012 a esta parte, recopilando lo que ha dicho sobre nosotros lo mejorcito de cada casa. Dentro de un tiempo, ya independientes, leeremos el libro en cuestión y nos daremos un hartazgo de risa recordando todos esos momentos. Y no tengo la menor duda que este libro se convertirá todo un bestseller.

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