Tengo buena memoria. Un buen día del otoño de 1981 recibía una invitación para visitar Qatar, cuando todavía era corresponsal en Atenas. Los principados del Golfo vivían con gran preocupación la escandalosa guerra entre dos grandes países musulmanes, vecinos, uno árabe, el otro persa, la república baasista de Sadam Husein, y el nuevo estado islámico del imán Jomeini, que había triunfado en 1979 en el Irán que destruyó el poder del Sha Reza Pahlevi, denominado a menudo “el gendarme de Occidente”.
Qatar era entonces un pequeño país desconocido, irrelevante. Conmemoraba su décimo aniversario de independencia. Como su vecino insular, el diminuto Bahréin, años después unido por un largo puente al poderoso reino wahabita de Arabia Saudí, prefirió su propia soberanía a la de los restantes principados de la denominada “costa de los piratas”, sometida a la Gran Bretaña, que con Abu Dabi, Dubái y los restantes cinco pequeños emiratos constituyeron la Federación de los Emiratos Árabes.
Con un grupo de periodistas, sobre todo árabes, conocí la península de 11.474 kilómetros cuadrados como la palma de mi mano. Casi después de una semana de recorrer sus desiertos con sus yacimientos de petróleo y de gas, las refinerías de Duham , su puerto de Um Sid, sus plantas fertilizantes, di vueltas por su provinciana capital Doha, con un gran hotel en forma de pirámide, una ciudad universitaria cuyos estudiantes recibían becas de 700 dólares mensuales. Recuerdo, vivamente, comentarios sobre que el aforo de las instalaciones deportivas en construcción era superior al de su población… Cuando pedí a una empleada india del hotel que me indicase el camino para ir a pie al centro, exclamó: “¡Pero, señor, si nadie va a pie en Doha!”.
El palacio del emir, la gran mezquita, la torre del reloj estaban en el centro de la capital. Asomándome al ventanal palaciego podría contemplar la silueta de los dhoves, antiguas embarcaciones que antaño dieron fama a esta orilla del mar de Esmeralda. El descubrimiento del petróleo, la fabricación de perlas artificiales, vararon para siempre aquellas naves legendarias. Pero ya desde sus orígenes Qatar se convirtió en uno de los estados más ricos del mundo. Como en otras historias semejantes contemporáneas del Golfo, el jeque Jalifa Ben el Thani, proclamó la independencia aprovechando que su padre, gran amante de la caza de halcones, se encontraba en el extranjero. En 1995, a su vez, fue destronado por su hijo cuando viajaba por Europa. El sultán Qabus de Omán y Mascate dio su golpe de estado palaciego aprovechando también la ausencia de su padre en la antigua y amurallada capital cuyas puertas todavía hacía cerrar de noche, y que prohibía la entrada de periódicos impidiendo cualquier conato de modernización de sus súbditos.
A unos cuantos kilómetros está el poblado de Duhan con sus barracones y dependencias administrativas para empleados y técnicos extranjeros y donde se hacina la mano de obra asiática de las empresas contratistas. Hay un club en la orilla del mar y un campo de golf untuoso y negruzco. “Jugamos al golf empapados de petróleo”, me decía al oído un alto empleado británico, rojizo y tripudo. Miles de personas de veinte nacionalidades distintas vivían en Duhan. Hay escuelas, algunas tiendas, un cuartelillo de la policía. Por la bien construida carretera, con sus cruces circulares en forma de rotondas, regresaba a Doha.
Duhan se me antoja con las llamaradas de las torres donde se consume el gas, el vital suburbio petrolífero de la capital. Tocado con un casco de plástico adaptado a la cabeza con unos sujetadores de goma subo a la gran plataforma de un pozo de petróleo de Duhan que en árabe quiere decir “humo”. Entonces todavía no gobernaba el emir Ben Jalifa el Thani. El nuevo soberano inició un gobierno más liberal y fomentó más inversiones extranjeras, practicó su política abierta tanto a los EE.UU. como a Irán, a los palestinos como al estado judío, a los talibanes de Afganistán como a Irak, más tarde también durante las malhadadas primaveras árabes, a los grupos islamistas más bárbaros, que destruyeron Libia, o pretendieron derrocar el régimen de los Asad en Siria. Pero su gran iniciativa política fue la creación de la poderosa televisión Al Yazira, que dominó durante décadas a la opinión pública árabe.
En 1981 todo estaba por hacer en Qatar, que después con su talonario ha sabido corromper cuerpos y almas en todo el mundo. En aquellas jornadas del décimo aniversario de su independencia, la televisión emitía toda suerte de seriales egipcios, veladas poéticas, músicas tradicionales, honrando el culto árabe a la palabra bella. Al finalizar nuestra estancia, en la última cena con el ministro, junto a los cubiertos de plata, habían dispuesto unos estuches que contenían un reloj de la marca Rolex. Entonces eran regalos habituales a los invitados extranjeros
LA VANGUARDIA