Este lunes, por primera vez en la historia de Cataluña, se ha juzgado a un president de la Generalitat en pleno ejercicio del cargo. Es un hecho gravísimo que se explica por el marco de represión que el Estado español ha desencadenado contra el independentismo, sobre todo a partir del 1-O. Todos los aparatos de Estado se han comprometido a fondo, y se esfuerzan en ello. Pero si el Estado ya ha comprobado que encarcelando a un gobierno elegido democráticamente o llevándolo al exilio y atentando contra sus derechos, el independentismo no retrocede, ¿qué es lo que se propone exactamente?
Obviamente, el primer objetivo del Estado es descabezar los liderazgos del independentismo. Y ahora, después de demonizar a la persona, intenta quitarse de encima al Muy Honorable Quim Torra. Pero, además de la liquidación de estos líderes y de los otros investigados por los tribunales, también quiere bloquear los liderazgos de futuro que los deberían sustituir. La vulnerabilidad actual de cualquier cargo público invita a la prudencia, y no es de extrañar que muchos relieves prefieran esperar a que llegue una situación más estable. Los perfiles valientes que aceptan estar ahora, saben que hagan lo que hagan saldrán escaldados.
Ahora bien, más allá de las víctimas directas, el verdadero riesgo colectivo es normalizar la represión. Los que ya tenemos una edad conocemos bien sus características. El franquismo sobrevivió cuarenta años gracias a ello. Franco murió tranquilamente en la cama porque la sociedad española había interiorizado como normal un régimen político autoritario que se apoyaba en la represión. Tanto, que ahora se ha podido comprobar -como muchos ya habíamos advertido- que la Transición no había liquidado aquel régimen, sino que había blanqueado sus estructuras más profundas, que ahora han rebrotado sin complejos.
La normalización de la represión, a su vez, pretende crear una cultura del miedo que implique el aprendizaje de la sumisión. Cuando un profesor universitario disimula su independentismo para no poner en peligro su carrera; cuando en un acto público te piden que “no hagas política” porque entre los asistentes hay todo tipo de sensibilidades y hay que evitar la controversia, o cuando una gran empresa no se atreve a anunciarse en la televisión pública catalana no sea que asociaran la su marca a la maldad secesionista, es que la represión va ganando terreno.
Pero la normalización de la represión y el miedo todavía provoca más daños colectivos. Uno, como ha explicado la psicóloga Elisenda Pradell del Centro Irida, es el estrés emocional con reacciones de angustia. Cuando la represión se cronifica, hay pérdida de autoestima y la esperanza de un horizonte de victoria se aleja. Basta con ver cómo, desde dentro, se levantan voces que en lugar de estimular a la lucha, invitan a aplazarla.
Otro daño es el de la inhibición y la desconfianza, como he visto descrito por expertos de la Universidad de Lovaina en un trabajo sobre la psicopatología de la represión y la tortura. Es cierto que el independentismo tiene poca confianza en su éxito final. Hay quien, naturalizando el clima de represión, lo considera simplemente una forma de clarividencia mental. Pero, precisamente, no parece demasiado lúcido luchar por lo que sabes que no llegará nunca, ¿verdad? ¿Y qué puede explicar esta y otras aparentes disonancias? Pues una desconfianza que, alimentada por la interiorización de un estado de represión permanente, si bien -de momento- no llega a hacer desdecirse de la aspiración de emancipación política, la acaba presentando como imposible.
Es por ello que cada día es más urgente denunciar la psicopatología de la represión a fin de resistir a su naturalización y consecuencias individuales y colectivas. Y lo es porque ya empieza a hacer estragos.
ARA