Una de las digamos noticias de estos últimos días ha sido la decisión del líder de Ciutadans, Albert Rivera, de darse de baja de la UGT en protesta por la presencia activa de esta central sindical, y también de Comisiones Obreras, en la manifestación del domingo 15 de abril por la libertad de los presos políticos. El gesto del dirigente naranja ha sido objeto de comentarios -muchos de ellos, sarcásticos- en las redes sociales; pero yo creo que su reacción, como la de una tocho de medios y opinadores españolistas indignados ante el posicionamiento de los sindicatos, es una prueba adicional de cómo el proceso catalán de la segunda década del siglo XXI está siendo analizado con herramientas del siglo XX, o incluso del XIX.
El hecho mismo de que, a sus 22 años y apenas incorporado a los servicios jurídicos de La Caixa en otoño de 2002, Rivera se afiliara a UGT demuestra fehacientemente que, en nuestro tiempo, los sindicatos no representan lo mismo que hace cien o cincuenta años. Porque si, según acaba de explicar el interesado, mantuvo la afiliación desde entonces hasta la semana pasada, esto significa que Rivera seguía siendo un ugetista al corriente de su cuota durante los tres años largos (2003-2006 ) en los que militó en las Nuevas Generaciones del PP catalán. No, no creo que ni Francisco Largo Caballero, ni Rodolfo Llopis, ni Nicolás Redondo padre -por citar algunos ugetistas históricos- hubieran considerado compatibles las dos adscripciones.
Pero pasemos de la anécdota a la categoría. Si resulta evidente que -aunque fuera sólo por imperativo de los cambios socioeconómicos y tecnológicos- los sindicatos ya no están formados principalmente por combativos e ideologizados proletarios de fábrica, sino que acogen asalariados de todo tipo, muchísimos miembros de las clases medias e incluso votantes y militantes de partidos de derechas, ¿por qué, en cambio, se deberían mantener inconmoviblemente fieles a las filiaciones identitarias que se les atribuía hace un siglo?
Ya saben a qué me refiero. Alrededor de 1900, la consigna era que “los obreros no tienen patria”; y, en Cataluña, se daba por supuesto que, “en caso de tenerla, sería la patria española”. Las grandes oleadas inmigratorias de las siete décadas siguientes fortalecieron este esquema. Un esquema que, curiosamente, compartían las autoridades franquistas (convencidas de que la llegada masiva de trabajadores provenientes del resto del Estado era la mejor manera de diluir el sentimiento diferencial catalán) y aquellos responsables de la Federación Catalana del PSOE que, el 1976-77, consideraban a los obreros de origen foráneo como “suyos”; o Federico Jiménez Losantos que, en 1979-80, intrigaba para montar un proyecto político españolista de carácter “inmigrante y castellano” que movilizara el tópico cinturón obrero barcelonés contra “el nacionalismo tronado de Pujol”. La ecuación, en todo caso, seguía siendo la misma: nacionalismo catalán = derecha = burguesía; españolismo = progresismo = clase obrera.
Y bien, han pasado cuarenta años más. Y, sobre todo en estos últimos cinco o seis, se ha hecho patente que los nombres individuales más relevantes y las plataformas más conspicuas de la élite socioeconómica catalana (desde el Fomento hasta el Ecuestre) han roto ruidosamente con el nacionalismo devenido independentista y no pierden ocasión de combatirlo. Seguir presentando, por ejemplo, el Òmnium de Jordi Cuixart como una criatura de las grandes familias de la burguesía catalana, como si estuviéramos en 1961, es una tontería que debería avergonzar a quienes la propagan.
Por otra parte, la inmigración española a gran escala prácticamente cesó en Cataluña con la primera crisis del petróleo, en 1973. Y, a diferencia de lo que sucede en el País Vasco con la existencia de dos poderosos sindicatos nacionalistas (ELA y LAB), aquí los intentos de vertebrar un sindicalismo nacional no han tenido mucho éxito, por lo que decenas de miles de asalariados de voto y/o militancia soberanista son afiliados, cuadros e incluso altos dirigentes, hoy o ayer, tanto de Comisiones Obreras como de la UGT (en el caso de esta última, basta pensar en Neus Munté o Camil Ros). ¿Esto constituye alguna herejía? Se podía y se puede tener doble militancia en el PSC o C’s y en la UGT, en Iniciativa/comunes y CCOO, pero no si el carnet de partido es el de ERC o el del PDECat?
Lo expresaré de otra manera. Un premio Nobel peruano puede aleccionar repetidamente los catalanes sobre los inmensos peligros y las nefastas consecuencias de separarse de España. Un exprimer ministro de la República Francesa puede ser alcaldable por Barcelona a fin de salvarnos del “separatismo”. Y un trabajador o una trabajadora de padres o abuelos nacidos en Andalucía, La Mancha o Extremadura ¿no tiene derecho a ser independentista y manifestarse como tal en el Paralelo, el pasado domingo, junto a unos compañeros suyos de sindicato? ¿Ni siquiera puede movilizarse por la libertad de los presos políticos y contra una involución democrática que, si cuaja, hará imposible cualquier protesta laboral en la calle?
ARA