Presidente Pujol

Hace escasas semanas, y en un debate sobre el déficit crónico de financiación de Catalunya en el Palau Robert, el president Jordi Pujol, un asistente más entre el público, pidió la palabra para rebatir algunas de las afirmaciones que allí se decían. Como una figura emergida de las sombras, y no sin razón, venía a reivindicar su papel durante la transición y la construcción de la autonomía.

Reivindicar el propio legado. Ésta es la cuestión. Un intento bastante interesante fueron las interesantes memorias redactadas con el añorado Manuel Cuyàs. Desde el fin de su larga etapa de president, Pujol ha vivido entre el ostracismo impuesto por el ‘establishment’ político autóctono y madrileño, y una autorreclusión voluntaria, con cierta voluntad cristiana de expiar los pecados propios, y sobre todo los ajenos. Su silencio tiene mucho de penitencia. Podríamos hablar de los supuestos escándalos financieros, de los negocios de su familia, aunque también del balance agridulce de su trayectoria. En la práctica, deberíamos estar hablando de pecados colectivos (el “legado”, como el dinero evadido durante los años setenta, era una práctica habitual de su clase social de procedencia), o de los pecados de una Convergencia que, como toda maquinaria de poder e influencia, a menudo acaba incurriendo en prácticas censurables. La diferencia respecto a otros partidos homólogos europeos (porque, efectivamente, CiU era un partido conservador, aunque con credenciales inequívocamente democráticas) fue que ha sido objeto de la represión por su transformación en un espacio independentista. Respecto a su familia, ¿qué padre no se siente responsable de los errores de sus hijos? La realidad objetiva es que el president más longevo de la historia de la Generalitat restaurada nunca se ha lucrado por el ejercicio del poder, y probablemente sea más pobre hoy que antes de entrar en política.

Cataluña, una nación sin autoestima, tiende a maltratar a las propias figuras históricas. Quien escribe esto, que nunca se planteó votarle, si aplica su mirada de historiador, ve a un personaje con luces y sombras, éxitos y fracasos, virtudes y defectos. Ahora bien, en el balance y el examen riguroso, encontramos algo que otros presidentes no pueden ofrecer: la (re)construcción nacional, la (re)nacionalización del país en unas circunstancias difíciles desde una fragilidad inestable, un estilo propio, y todo ello desde una personalidad inteligente y carismática. Curiosamente, una de las mejores tesis doctorales que se le han dedicado (luego convertida en libro, ‘Nacionalismo y autogobierno. Cataluña, 1980-2003’); un libro excelente, por cierto) fue redactada por Paola Lo Cascio, una de las actuales adversarias ideológicas del catalanismo.

Su ostracismo civil sólo se explica por el hecho de haberse desmarcado de la Transición. Una de las cosas que a menudo se obvia del personaje es que fue un intelectual devorado por el político, y que, sin embargo, tenía una visión clarividente sobre las cosas, si nos remitimos a sus textos. Cuando ya ha quedado claro que el régimen del 78 no deja de ser la continuación del entramado mafioso del franquismo, con idénticos apellidos y cosmovisiones, el puñetazo sobre la mesa le ha representado, a partir de una operación mediática, social y policial, ese tipo de clandestinidad personal. Esto es un acto de injusticia. Se han maximizado sus errores y los de su familia, mientras se minimizan los de la familia Borbón, con el cabeza de familia perseguido hoy por varias jurisdicciones, y unos negocios milmillonarios amparados en la inmunidad constitucional. A ello se añade un antipujolismo procedente de unas izquierdas de pocas luces y un resentimiento casi religioso, con más dogma que rigor.

Pujol tendrá que pasar por el siempre difícil examen de la historia, como ya ocurrió con sus inmediatos predecesores: Tarradellas, Companys, Macià. Todos ellos eran, como Pujol, personajes difíciles y plenos de claroscuros, con aciertos y errores, debilidades y fortalezas. Sin embargo, como él, también fueron maltratados en su vida. Quizás, como deberes que deberíamos autoimponernos como país, habría que pensar en él con algo más de rigor y objetividad.

EL PUNT-AVUI