Presidente, explique la verdad

Los partidarios de que Junts pacte con el PSOE suelen contestar a las críticas con una pregunta: “¿Y qué debería hacer, si no, el president Puigdemont?” Es una pregunta perversa y, de hecho, antipolítica, porque pretende obligar al crítico a justificar de entrada la decisión del president, sin debate, sin que él tenga que explicar por qué ha cambiado de opinión, por qué decía que el PSOE siempre te toma el pelo y que con España no puede negociarse y ahora, en cambio, dice que hay que firmar un “compromiso histórico”. La respuesta a la primera pregunta es un punto moralista, pero muy sencilla: debería decir la verdad. Si Puigdemont quiere volver, si cree que la independencia no se hará a medio plazo, si cree que es momento de arañar más competencias y defender la educación, la cultura y la lengua, ¿por qué no lo dice? Si sigue pensando que el PSOE siempre te toma el pelo pero que, por ahora, cautivos y acorralados, no tenemos margen para hacer otra cosa que pactar y esperar, ¿por qué no lo dice?

Cierto: todos estos condicionales son especulativos, porque no sabemos si el president piensa todo esto. Es exactamente éste, el problema. El terreno para el ‘pacto de época’ con los socialistas se abona en el patio trasero, sin un debate frontal, mientras el trabajo sucio lo hacen tertulianos y columnistas cascarrabias que desdeñan a cualquiera que se atreva a criticar las pretensiones de acuerdo. Practican una clásica tradición convergente, tanto que les molesta que les tachen de ello: acusar a los críticos de obrar con malicia, de tener envidia o de querer que todo salga mal, y hacer un acto de fe con la decisión del president, que la toma seguro por el bien de Cataluña. Mientras, los portavoces acreditados de Junts callan; nada dice la presidenta, Laura Borràs , ni el secretario general, Jordi Turull, ni la cabeza de lista en Madrid, Míriam Nogueras. Es un desprecio profundo a los propios votantes; el problema es que tampoco parece molestarles.

Lo más irónico de todo es que, probablemente, una buena parte del independentismo y, de hecho, la mayoría del país, aceptarían con agrado el vuelco práctico del president Puigdemont. Pero ninguno de los suyos le reclama que se explique porque tenemos una falta profunda de cultura democrática, un respeto muy escaso por nosotros mismos, un grado de autoexigencia tan bajo que roza el suelo y una facilidad por la autoindulgencia que toca las nubes. En política, la virtud de decir la verdad y defender sin tapujos tu decisión es que subas el nivel de la conversación. El entorno del president parece preocupado por la aparición de un cuarto espacio, pero si Puigdemont argumentara explícitamente su vuelco convergente, si tratara a sus votantes con la madurez con la que nunca los ha tratado, pondría las cosas más difíciles a cualquier lista nueva, porque les obligaría a responder mejor a la pregunta inicial: “¿Y qué hacer, si no?” La defensa limpia de las ideas tiene un poder higiénico.

Si Puigdemont fuera sincero, obligaría al cuarto espacio a verbalizar por qué el pragmatismo es un callejón sin salida y qué proyecto de país tienen. En lugar de esto, los seguidores del president tienen una excusa a mano para cada contradicción: si se recuerda, por ejemplo, que Puigdemont puso la oficialidad del catalán en Europa como condición ‘sine qua non’ para empezar a negociar, enseguida se le acusa de no entender la complejidad de la geopolítica, y no se admite que ha habido una concesión; y con esta espiral tan fatigante, el juego democrático se envilece y se infantiliza, porque los críticos pueden limitarse a apuntar que Puigdemont decía unas cosas y ahora, otras. Es lo mismo que ha pasado estos últimos años con Esquerra Republicana. Debido a que Oriol Junqueras nunca ha explicado su giro de 180 grados, como la dirección del partido trataba de creidos a cualquiera que les reprochaba el cambio de estrategia, Junts ha tenido bastante con señalar sus contradicciones, sin tener que explicar qué alternativa proponían.

Está claro que a veces no hay que explicarlo todo y esperar a que las negociaciones avancen. Es ingenuo pensar que la verdad debe ser la única moneda. La cuestión es que Cataluña no es un país normal. Toda su arquitectura política se sostiene sobre los tabúes, las falsedades y los eufemismos, porque siempre hay que barrer bajo la alfombra el conflicto nacional de fondo. Escudándose en el pretexto de la paciencia, la complejidad y la discreción, la clase política de este país nos llevó al 27 de octubre de 2017 y a toda la posterior descomposición. Puigdemont no explicará la verdad porque así funcionan las hegemonías convergentes: con esa contradicción permanente, esa dualidad de prometer la independencia mientras se rema en dirección contraria. Así distorsionan el debate y atascan las potenciales alternativas. Que Puigdemont explique lo que quiere hacer debería ser la exigencia más básica de sus votantes, especialmente de quienes quieren que exista el pacto. Estamos en una situación de mínimos. Exigir la verdad es la única primera piedra que puede servir para reconstruir algo.

Si Junts y Esquerra alargan la comedia y siguen secuestrando ideas legítimas, las podrirán por dentro hasta que se vuelvan inservibles.

VILAWEB