Pregunta «inclusiva»

Reconozco que soy de aquellos a quienes empezaron ya a fatigar, enormemente, el que dedicáramos tantas de nuestras energías a ir dando tumbos y más tumbos, adoptando el papel de noria, para terminar sin movernos del lugar donde estábamos. A veces me da la impresión de que, como pueblo, tenemos una capacidad especial para complicarnos la vida y, sin mucha necesidad de ayudas exteriores, embarrancar la nave en los arrecifes más inesperados, escollos colocados por otra parte por nosotros mismos y no dependientes en exceso de la marejada que pueda venir de fuera. Digo esto a propósito de la sarta de declaraciones y contradeclaraciones que llevamos ya arrastrando de meses a esta parte, sobre el contenido de la pregunta del referéndum de autodeterminación, que si son verdes, que si son maduras, pero sin que parezca que nos hayamos movido un solo palmo de donde estábamos: “es necesario que la pregunta sea inclusiva”, “la pregunta no debe discriminar y debe integrar a todos, debemos hacer una pregunta para sumar”, “todo el mundo debe poder reconocerse”, etc, son algunas de las afirmaciones habituales, sobre todo en labios de los que, al menos hasta ahora, no destacan demasiado como partidarios de la independencia de Cataluña.

Pero en realidad, ¿qué mandangas es una “pregunta inclusiva”? Se supone que una pregunta, expresada con la claridad máxima para que nadie tenga problemas de comprensión, ante la que todos sin excepción puedan decir lo que piensan y emitir su opinión mediante una papeleta de voto, con toda libertad. Quiero entender que los defensores de esta tesis no quieren ceñir el debate a la cuestión de la independencia, sino que pretenden incorporar otro planteamiento que no sea la dualidad dependencia/independencia, sino lo que se ha denominado “tercera vía”. Bien mirado, sin embargo, si hay algo que no es, precisamente, ni inclusiva ni clara, es la tercera vía en cuestión, la más espesa, retorcida y dispar de las formulaciones políticas que se hacen y se deshacen, porque no constituye, de ninguna manera, ni una propuesta, ni una solución, ni un proyecto político único. La tercera vía es: a) ¿el Estatuto actual, tal cual, que da más bien poco de sí, como quiere el PP?, B) ¿del Estatuto actual, pero con una cierta mejora en la financiación como ha manifestado A.Sánchez- Camacho?, c) ¿el federalismo, pero cuál, el de Pere Navarro o el de Rubalcaba, ninguno de los cuales ha concretado nunca en qué consistía la propuesta, e-xac-ta-mente?; d) ¿el federalismo plurinacional con un concierto económico solidario como han sostenido destacados dirigentes ecosocialistas, pero que nunca ha sido formulado con precisión?, e) ¿la confederación que, formalmente, defiende UDC desde su fundación en 1931, pero de la que se desconocen también los detalles?

Francamente, no es serio que todo esto deba ser tenido en cuenta a la hora de hacer una pregunta a los ciudadanos. Porque, seamos claros: pongamos que se pregunta si se quiere independencia, el estatus actual o la tercera vía y gana esta opción, por encima de los que queremos la independencia o de los que prefieren el mantenimiento de la situación actual, por un 34%, 33% y 33%, respectivamente. ¿Un 34% valdrá más, entonces, que todo el resto, un 66%? ¿Qué habría que hacer, en este caso, otro referéndum donde se planteen no tres opciones, sino la totalidad de las cinco descritas más arriba y que resulte una especie de empate técnico entre todas ellas? Estamos llevando las cosas al absurdo, por no tener el coraje suficiente de afrontar la realidad de lo que ocurre hoy en el país. La gente que ha salido, festivamente y con ilusión, a la Vía Catalana, no lo ha hecho para apoyar con entusiasmo al estatuto actual que ya consideran superado del todo por la historia. El debate de bar o de ascensor, no es sobre si conviene o no el estatuto actual con una financiación más arregladita, aunque sea un poco. Los catalanes de lengua familiar no catalana, venidos aquí de diferentes paisajes, no se movilizan por discernir cuál es el camino recto, si el de Navarro o el de Rubalcaba. En las reuniones de amigos o en las comidas familiares, no hay conversaciones apasionadas sobre la necesidad urgente de la vía confederal, como si dijéramos. Y en el trabajo, en la empresa, en la universidad, en los medios de comunicación y en las diferentes embajadas, cuando se habla de Cataluña, nadie lo hace preguntándose si estamos por un concierto económico solidario o no.

Si hoy se habla de nosotros, si somos noticia en todo el mundo, si hay una catalanofobia más viva que nunca en España -y aquí más optimismo por el futuro que en la mayor parte de nuestra historia-, es porque la mayoría ya hemos dicho basta y queremos ser un pueblo libre, una nación soberana, un Estado independiente. Esta es la cuestión y ésta debe ser la pregunta y no hay camino intermedio: “¿Desea que Cataluña sea un Estado independiente?”. Ser un Estado independiente todo el mundo sabe qué quiere decir y no serlo también. Y esta es la única pregunta que incluye a todos sin excepción, a los partidarios y a los contrarios a la soberanía. Todos, absolutamente todos, podrán verse representados en las posibles respuestas a esta pregunta, la única realmente inclusiva: “sí”, “no” o bien en blanco. Y listos, y gana el que tiene mayoría. Tras el recorte bestial del Estatuto de 2005 afirmé que el pueblo de Cataluña ya no votaría nunca más ningún Estatuto, que esta vía muerta ya estaba acabada, y que la próxima vez que acudiéramos a votar en referéndum ya sería para otra cosa distinta. Unos me miraron con extrañeza, otros con desconsideración, unos me combatieron la idea y otros se metieron con ella, sin manías, como cuando me referí por primera vez a la fecha emblemática del 2014. Pues bien, ya estamos a las puertas. Se acerca la hora de la verdad: Independencia o dependencia. No hay terceras vías. Y se acabó lo que se daba.

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