Toda nación tiene una parte performativa. No basta con que la ciudadanía se sienta parte de esta nación, sino que la nación se tiene que materializar mediante una serie de actos cotidianos (ir a renovar el DNI) e históricos (celebrar el 12 de octubre). Eso acaba naturalizando la nación, es decir, dando por supuesto que existe, porque articula una visión del mundo que modela la subjetividad de la ciudadanía (para la izquierda española, patria puede ser la clase obrera, pero es la clase obrera española). España puede performativizar su nación y naturalizarla porque tiene un estado. Catalunya no lo tiene, y eso la obliga a estar constantemente llevando a cabo actos de afirmación si quiere seguir existiendo. Podríamos concluir que, a estas alturas, España es. Catalunya se tiene que hacer.
El independentismo ha perdido la batalla porque ha renunciado a hacer actos de autoafirmación que rompan la performatividad de la nación española y que muestren una propia, que materialice la nación catalana. En este sentido, el 1 de octubre fue el último acto nacionalista que ha hecho Catalunya. Es en aquel acto donde la ciudadanía captó, y vivió, lo que era la nación catalana. No sólo porque, literalmente, la hizo —defendiendo escuelas, transportando urnas—, sino también porque bastantes catalanes españolistas construyeron su españolidad en contraposición a la oficial, saliendo a manifestarse el 3 de octubre. La performatividad de una nación subalterna, además, tiene dos beneficios: uno, facilita que los diferentes sectores que la integran se vean como aliados; el otro, como la nación dominante intentará impedirla, se fortalecerán los vínculos entre aliados. Es la imagen de políticos convergentes y de izquierda defendiendo la sede de los cupaires, frente a una situación actual en la que todos se pelean para gestionar migas. En resumen, lo que en Twitter popularmente se conoce como Puta España (perdón por el insulto putofóbico, yo digo maldita España) es muy efectivo a la hora de hacer la nación catalana.
Las leyes de transitoriedad también contribuyeron a la performatividad nacional y, lamentablemente, expusieron los límites de la ciudadanía catalana: muchos catalanes de ascendencia extranjera ni pudieron votar en el referéndum ni se les habría concedido automáticamente la nacionalidad catalana en una república. Como expliqué la semana pasada, por mucho que buena parte de ERC y JxC se sientan más patriotas que nacionalistas, las exclusiones sociales se reproducen si no se tiene en cuenta el poso racista, sexista y clasista sobre el que se construye la noción de ciudadanía en los estados liberales occidentales. Comprar la dicotomía patriotismo integrador / nacionalismo excluyente lo hace más difícil.
Sin la performatividad nacional, será difícil construir tácticas y estrategias que sean beneficiosas para alcanzar la independencia, porque no habrá un baremo a partir del cual medir su eficacia. Con un proyecto nacional compartido y su performatividad cotidiana, los giros tácticos y estratégicos son formas de adaptarse a situaciones cambiantes. Sin ellos, sólo son argucias para ir sobreviviendo, que denotan la falta de determinación y de poder de los líderes independentistas y su poca lealtad hacia la ciudadanía.
Sin la performatividad, se ha caído en el aceleracionismo que hace unas semanas describía Joan Burdeus: el avance de la agenda independentista se ha confiado a que España caiga, tarde o temprano, porque sí, porque tiene que caer, ¿verdad? Pasa que España no cae porque cuesta mucho que los estados lo hagan. Sin la performatividad, toda la literatura del procés se basa en las consecuencias de la represión, y no en cómo sería el republicanismo en una Catalunya independiente (eso sería un acto performativo). Sin una performatividad, es más fácil caer en las trampas discursivas del españolismo cultural, gracias al cual una parte del independentismo ha creído que quemar contenedores es violencia, y que estos actos restan apoyos a nivel internacional. Si compráramos la lógica españolista, los actos hechos por el independentismo durante el 1 de octubre fueron mucho más violentos. Ningún independentista los percibió así, porque estaba ocupado haciendo la nación catalana y reproduciéndola. Tuvimos una pequeña muestra durante la Batalla de Urquinaona y otras manifestaciones en contra de la sentencia. Los disturbios no hicieron bajar el apoyo a la independencia en los barrios donde pasaron, sino que, en algunos casos, supuso un aumento.
Para acabar la serie de artículos, confesaré que el título no es del todo cierto. Hay muchos independentistas que han ganado. Los partidos en la Generalitat han ganado. Los aparatchiks que son colocados a dedo en las administraciones públicas y en los medios, como Sergi Sol, han ganado. Politólogos que se esconden tras la pátina supuestamente objetiva que otorga la academia para desresponsabilizarse de los errores de las tácticas que proponen, como Jordi Muñoz, han ganado. Articulistas como Francesc-Marc Álvaro o Eduard Voltas, que pase lo que pase siempre caen de pie, aunque un día defiendan A y al día siguiente B, han ganado. Todos ellos siguen mandando, siguen escribiendo, sin que nadie les pida cuentas. Por una parte, porque vivimos en el chantaje que si no están ellos, se entregará lo que queda del país a los españolistas. Por la otra, porque el aceleracionismo impide mantener un debate fructífero.
Todo el mundo tiene derecho a equivocarse y a aprender de los errores. Yo misma me he equivocado muchas veces, y lo seguiré haciendo, porque es inevitable. No he tenido ningún problema en reconocerlo y cambiar de opinión, porque es la única manera de aprender. Por ejemplo, gracias a las opiniones sobre economía del periodista del Wall Street Journal, Jon Sindreu, y del activista anticapitalista Pau Llonch, ahora creo que no es momento de negar ayudas a empresas que tienen filiales o sedes en paraísos fiscales, porque quienes sufrirán las consecuencias serán los trabajadores. Como añaden Sindreu y Llonch, hay otras maneras de luchar contra los paraísos fiscales. Se tendrán que poner en práctica, porque la evasión fiscal es un robo a la ciudadanía y un crimen contra la salud pública.
El problema radica cuando haces de la deshonestidad, el sacudirse las pulgas y el monopolio sobre la gestión de los bienes comunes, y sobre la creación del discurso, un modo de vida, aprovechando la falta de cultura democrática y de promoción del espíritu crítico que hay en Catalunya. Todo eso hace que sea mucho más difícil iniciar un proceso autoreflexivo sobre los errores y aciertos propios (incluiría a Muñoz). El independentismo no está en condiciones de prescindir de talento, que está en todas partes: en todas las formaciones, en todos los medios y en todas las facultades. Se necesita una sociedad en constante diálogo entre diferentes opiniones y puntos de vista. Pasa que las estructuras mediáticas y políticas no facilitan que se promueva, y que lo que haya no se desarrolle porque no sale a cuenta.
Una política performativa, que exija hechos y, sobre todo, la evaluación de los hechos, resquebrajaría estas dinámicas. Una política performativa demuestra que nadie es imprescindible, pero que cada uno es útil en algún sector. También expone a los que viven de la acrobacia para contentar el poder y los políticos y asesores que se aferran a la silla gracias a la propaganda. Con una política nacionalista performativa, el resto de políticos e intelectuales, así como la ciudadanía, tendríamos más información para evaluar si las decisiones tomadas, o las vías propuestas, son beneficiosas o suponen un paso atrás.
Así pues, mientras haya independentistas que siempre ganen, el movimiento en general estará condenado a la derrota.
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