¿Por qué las movilizaciones del 11 de Septiembre de los años 2012 a 2017 tuvieron tanto éxito, y por qué después lo han dejado de tener? Una de las posibles respuestas la he encontrado en la lectura del último libro del sociólogo estadounidense Richard Sennett, ‘El intérprete. Arte, vida y política’, publicado por Arcadia (2024). Sí: hemos perdido la teatralidad.
El libro de Sennett vincula la lógica social y política con las artes escénicas y, entre otras, nos explica las claves que guiaron el éxito de organización de la gran Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad del 28 de agosto de 1963. Sabemos que participaron 800.000 personas unidas en el Washington Mall de la capital de Estados Unidos, además de un número similar de espectadores. Y sobre todo recordamos el gran discurso de Martin Luther King, “I have a dream” (“Tengo un sueño”). Pero poco más.
Sin embargo, ahora sabemos que aquella marcha fue organizada por Bayard Rustin, un dirigente del movimiento por los derechos civiles de los negros con la intención de buscar un amplio apoyo nacional a la lucha contra la injusticia racial. Rustin era actor y músico y, según Sennett, estas cualidades explican su éxito. Dicho muy brevemente, las claves fueron las siguientes. Para empezar desconcertó a las autoridades que se habían preparado para hacer frente a una confrontación violenta que esperaban incluso sangrante. La Guardia Nacional y el FBI tenían en mente –además de los prejuicios raciales– la estrategia no violenta de Gandhi que buscaba la confrontación allí donde se preveía la respuesta violenta de la policía para legitimar su lucha. Rustin, en cambio, quería evitar este tipo de violencia y logró hacer irrelevante toda la operación policial.
De hecho, todo se preparó para realizar una marcha muy porosa, facilitando la entrada y la salida de los participantes y curiosos por varias calles y haciendo imposible la típica lógica represiva policial del cerco. Rustin coreografió la protesta de forma precisa para hacerla abierta más allá de los que ya militaban en la lucha, invitando a la participación de los trabajadores blancos. Así, la convocatoria empleó un lenguaje nada provocador, y se creó un clima para que los participantes no se agruparan por afinidades identitarias étnicas, raciales o sexuales, sino que fueran mezclados. En definitiva, se trataba de crear un “nosotros” desvinculado de la raza y asociado a las ideas de integración e igualdad, de modo que poniendo una “máscara” en las identidades particulares se promoviera un sentimiento general de solidaridad.
También se tuvieron en cuenta otros elementos escénicos como la horizontalidad y proximidad entre los participantes con diversos eventos musicales repartidos por todo el espacio sin tarimas elevadas. O la ocupación lenta del escenario principal sin jerarquías previas. Y todo orientado a centrar la atención final en el discurso de Martin Luther King, cuando se detuvieron de repente todas las actuaciones dispersas y se conectaron todos los altavoces para escucharle.
Pues bien: creo que se puede decir sin forzar nada las cosas que, en términos generales, éstas también fueron las principales características que explican el éxito de la media docena de grandes convocatorias de la ANC, de 2012 a 2017. Al margen, claro, de la pobrísima retórica verbal que les acompañó, a excepción de las intervenciones de Muriel Casals mientras estuvo allí. La puesta meticulosa en escena, la belleza formal, la dinámica amigable, el civismo y la falta de confrontaciones –que algunos ahora ridiculizan– fueron decisivas para hacer posible aquellas invitaciones masivas a participar, incluso la de los que nunca se habían sentido independentistas. Como explica Sennett, “la política sin palabras es más convincente que el debate político”.
Pero después de 2017 –y en parte ese mismo año–, para los 11 de septiembre el independentismo ha prescindido de la teatralidad y la coreografía abierta e integradora que le hicieron crecer. En términos generales y con pequeñas excepciones, ha abandonado la voluntad de porosidad retornando al lenguaje político agresivo del agravio, la victimización y la exclusión. Para entendernos: se ha gustado más en Urquinaona que en la Via Catalana. Y rápidamente se ha minorizado, perdiendo la capacidad de ilusionar y conservar un “nosotros” de ambición mayoritaria. Mi opinión es que para “volverlo a hacer” es necesario volver a la teatralidad. Y no olvidar lo que escribe Sennett: “El teatro visceral llena la ausencia que dejan las palabras vacías”. Que es dónde estamos ahora.
EL PUNT-AVUI