Por el camino correcto

EN Estados Unidos, el Departamento de Agricultura realizó unas previsiones donde se avanzaba que 16 de los 20 millones de toneladas de grano producidos en 2006 se destinarían a la producción de biocombustibles y, tan sólo, cuatro millones de toneladas se destinarían al consumo alimentario. En términos agrícolas, tan sólo un 20% se destina al consumo alimentario tanto de hombres como de animales. Esto quiere decir que la mayor amenaza para el hambre es la demanda mundial de biocombustibles del automóvil que seguirá siendo insaciable, al igual que lo ha sido la demanda de petróleo.

Por otra parte, nos enfrentamos también a unos crecientes precios de las materias primas utilizadas para la fabricación de biocombustibles. De hecho, estos últimos meses, el precio del maíz ha subido un 20%. Para los 2.000 millones de pobres que hay en el mundo -muchos de los cuales gastan más de la mitad de su sustento en alimentarse- el aumento de los precios será un duro golpe a su ya difícil situación de supervivencia.

Por ello, no deberíamos olvidar cuando impulsamos la producción y consumo de biocombustibles que el mayor riesgo que corremos es que el aumento de los precios pudiera propagar aún más las hambrunas e, incluso, generar inestabilidades políticas en aquellos países de bajos ingresos y muy poblados que necesariamente han de importar gran parte de su alimentación, como Indonesia, Nigeria, Egipto y México.

La inestabilidad daría al traste con el progreso económico. Si las plantas de fabricación de biocombustible continúan con su crecimiento explosivo en Estados Unidos y en la Unión Europea, los precios de los cereales, del azúcar y de los aceites vegetales alcanzarán unos precios tan elevados que podrían provocar incidentes graves. Si se desea sustituir el petróleo por otras fuentes energéticas renovables, sin lugar a dudas, la mejor manera de hacerlo de todas es reducir el consumo, porque no hay nada más renovable que aquello que no se gasta.

En consecuencia, es más eficaz fomentar el transporte público, reduciendo el uso del automóvil, y organizar mejor el transporte de mercancías por ferrocarril, subvencionando así la eficiencia energética antes que los biocombustibles.

Debido al encarecimiento de los precios del crudo y a la lucha contra el cambio climático, es fácil llegar a asumir la necesidad de encontrar otras alternativas a los combustibles fósiles. Sin embargo, nuestra visión avariciosa y cortoplacista de las soluciones nos impide asumir que no existe ninguna otra alternativa a la comida. La apuesta por los biocombustibles puede y debe hacerse sin hipotecar la alimentación de los seres vivos.

Por ello, los esfuerzos deberían centrarse en la producción y consumo de bioetanol a partir de la biomasa no alimenticia (bagazo, paja, ramas, podas, entresacas e, incluso, productos lignocelulósicos, etc., y en la producción y consumo de biodiesel a partir de cultivos que no tienen fines alimenticios como el aceite obtenido a partir de arbustos como la jatropha o que, si lo tienen -como ocurre con el aceite de palma debido a sus altos niveles de colesterol- sería aconsejable que, en un futuro, su consumo, no creara conflictos con el sector alimenticio.