La presencia de los Borbones por tierras americanas siempre deja detalles sobre la naturaleza de la monarquía de origen francés, superviviente en España. En esta ocasión, ha sido el último de la dinastía quien ha puesto su parte correspondiente para mantener esa historia de desencuentros y pataletas. Su padre, huido a Abu Dabi, con permiso policial y al parecer también judicial para regresar y ser adulado por sus serviles de vez en cuando, ya mandó callar Hugo Chávez en cierta ocasión, haciendo uso de galones medievales. Venezuela es independiente de España desde hace dos siglos, aunque a Madrid le costara reconocerla 22 años. Las lecciones de historia que el hoy emérito tomó en el palacio de Miramar donostiarra apenas dejaron mella en su memoria.
Hoy, su hijo ha hecho honor a la dinastía. Ya traía un zurrón bien cargado de pólvora, desde su discurso para amedrentar a los demócratas, cuando en Cataluña ejercieron simbólicamente el derecho a decidir: “Mi compromiso como Rey con la unidad y la permanencia de España”. En esta ocasión, con motivo de la proclama de Gustavo Petro en Colombia. Presidente electo, de izquierdas. Y cuando salió a pasear uno de los símbolos por excelencia de las independencias del continente, una de las espadas del libertador Simón Bolívar, el Borbón hizo “mutis por el foro”. Salió de escena.
Con posterioridad, y con una hipocresía supina, los aduladores del monarca han avalado su posición. Acantonándose en el mantra de que Bolívar y sus ejércitos mataron españoles en las guerras de independencia. Algo que también hicieron, de manera masiva, los Ejércitos de la Corona. Violaciones, tortura, ejecuciones sumariales, desapariciones forzadas… una retahíla de crímenes que ejercieron sobre otros españoles. Porque si no reconocían a los independentistas, sus víctimas eran también españolas.
Estos avales lo han sido más por servilismo carpetovetónico que por argumentación sólida. Un sector militar ha pedido la retirada de todas las estatuas de Bolívar en la Península y pronto llegará el día en que la población vizcaína del mismo nombre será declarada “traidora”, como sucedió con los territorios vascos occidentales durante el franquismo.
La espantada del rey hispano tiene que ver con su no aceptación de los marcos que las clases populares, súbitas en ciertos tramos de la historia, van renovando, en este caso la liberación de antiguas colonias. Por eso, su postura irrespetuosa con el símbolo emancipador tiene muchas semejanzas con su discurso amenazante cuando el referéndum catalán. España debe admitir que ya no es un imperio, que sus colonias ya no lo son y que el proceso de unidad del Estado tiene en la fuerza su valedor principal. Mientras esas negaciones continúen, el déficit democrático será gigantesco.
La explicación de que la espada de Bolívar era un simple objeto, inmerecedor de atención, no cuela. Hace quince años, la Junta de Castilla y León pagó millón y medio de euros por la espada de un personaje más literario que real, aquel que llamaron el Cid Campeador. Se exhibe en Burgos como si fuera un arma bautizada como Tizona, que es falsa al 100%. Fue un capricho de Aznar que ya la había declarado de “interés cultural” unos años antes, a pesar de los informes desfavorables de los peritos. Se trató de un antojo de una de las patas del Trio de la Azores, que de esa manera veía cumplida una fantasía infantil.
La espada falsa había sido vendida por José Ramón Suárez del Otero, con un título medieval relacionado precisamente con la conquista de Nafarroa que ahora cumple medio milenio. Marqués de Falces, otorgado al beamontés Conde de Lerín por apoyar al rey Fernando, llamado el católico. El pasado servil sigue siendo agasajado.
Esta mezquindad hispana puede parecer debida a un cierto retraso intelectual, económico o, si quieren, democrático. Los aires y las ínfulas imperiales, sin embargo, no se miden con esos termómetros. Nuestro Estado vecino hacia el actual norte (según la brújula), participa de idioteces semejantes a las de Madrid. A pesar de ser una República intermitente desde que guillotinaron a Luis Capeto en 1792 (Luis XVI en nomenclatura azul). Por cierto, aquellos Capetos que reinaron en Europa durante siglos únicamente tienen restos de su gloria criminal en dos escenarios, ambos en su rama borbónica, España y Luxemburgo. Una prueba más de que la historia, más lenta de lo deseado, es implacable.
El Museo del Louvre de París, un inmenso almacén en el que se agolpan buena parte de la rapiña de las tropas coloniales francesas a la conquista del planeta, exhibe la espada Joyeuse del emperador Carlomagno. Falsa también, pero con el relumbre de que un museo de su talla, que alberga a la Gioconda o la Victoria de Samotracia, le ofrece. Ese Carolus Magnus, que comprimimos en el diccionario, fue un patán que quiso someter a media Europa, como siglos más tarde lo hicieron Napoleón, Wellington o Hitler. Y nuestra crónica resistente, como la de Amaiur, lo recoge en la gesta de Altobizkar, Orreaga.
Tengo la impresión de que esa fama de nación belicosa nos ha llegado a través de las invasiones vecinas. Que en realidad somos más pacíficos de lo que las crónicas señalan. Si para ellos las espadas fueron uno de sus símbolos guerreros, para nosotros, son parte de nuestro humilde patrimonio nacional. En Amaiur, los voluntarios de Aranzadi encontraron una espada relacionada con el asedio de 1522. Pero no se conoce su propiedad, si de los conquistadores, si de los defensores de la independencia navarra. No importa demasiado.
También son expresiones de nuestro folclore, la ezpata dantza, un baile reverencial, en algunas épocas prohibido. Dicen que la primera prohibición fue nada menos que en Gasteiz en 1486, “para quienes hiciesen danzas de espadas”. Quizás por ello, la capital alavesa se convirtió en el origen, a través de Heraclio Fournier, de un especial juego de naipes, con una rama dedicada a las espadas. Nada bélico, sino lúdico. Así somos.
Naiz