Quizás ahora es la hora de recordar ‘The Post’ (‘Los archivos del Pentágono’), el film de Steven Spielberg sobre la arriesgada jugada del Washington Post de publicar los ‘papeles del Pentágono’, los documentos secretos sobre el Vietnam donde se manifestaba que, durante tres décadas, el gobierno estadounidense había mentido a conciencia sobre las posibilidades de ganar la guerra. La mentira no se habría adueñado nunca de la sociedad norteamericana sin la colaboración de la prensa en la conquista de los corazones y las mentes. Dominando la opinión mediante el control de la información y la manipulación de los sentimientos, la administración Nixon, que apenas empezaba su mandato en 1969, logró sobreponerse a la revelación de la matanza que había tenido en My Lai la año anterior. Un año después superó la conmoción por la muerte de cuatro estudiantes abatidos por la guardia nacional durante las protestas contra la guerra en la universidad Kent State. A pesar del vuelco de la opinión pública, cada vez más contraria a la guerra, las instituciones mantuvieron el apoyo al militarismo. Cuando me gradué en el instituto, en junio de 1974, la dirección felicitó especialmente a los contados estudiantes que habían elegido la carrera militar. Pasarían años antes de que el sentido moral, o mejor dicho inmoral, de aquella guerra se convirtiera en un lugar común. Para muchos fue una humillación más que un arrepentimiento y aquellas heridas infligidas al orgullo de la primera potencia explican el ascenso de Ronald Reagan pocos años más tarde y la política de agresiones ‘low-cost’ en Granada, Nicaragua y Panamá, esta última ya bajo la presidencia de George Bush.
La publicación de los ‘papeles del Pentágono’ fue el punto de inflexión en la administración Nixon y en el apoyo a la guerra. El protagonismo correspondió al New York Times. A partir del 13 de junio de 1971, este diario publicó extractos de los documentos en tres partes, hasta que el abogado general del estado consiguió que un juez federal emitiera una orden prohibiendo su publicación. Cinco días más tarde, el 18 de junio, el Washington Post tomaba el relevo publicando una serie de artículos basados en la documentación secreta. Ese mismo día, el asistente del abogado general del estado exigió detener su publicación, pero el diario hizo caso omiso de la advertencia. Entonces el abogado del estado pidió una orden de restricción en el juzgado del distrito. Este es el momento culminante del filme, en el que Katharine Graham, la propietaria del Washington Post encarnada por una inmensa Meryl Streep, debe decidir entre salvar el periódico con el concurso de los bancos o bien desobedecer la orden emitida por el juez federal, poniéndolo en riesgo de quiebra. El drama se acentúa con la división de pareceres en el consejo de empresa y por la amistad de Graham con Robert McNamara, el ex-ministro de Defensa que había creado el grupo de trabajo ‘Vietnam Study Task Force’, autor de los papeles comprometedores.
Spielberg ennoblece la figura de Graham, acordándole una serenidad y una entereza clásicas, y convierte a Ben Bradlee, el director del diario, representado por Tom Hanks, en el típico héroe del cine americano: un individualista terco, con convicciones, a quien incluso su mujer, en una concesión al feminismo ambiental, le suelta que no es tan valiente como se cree, que valiente lo es, en todo caso, su patrona, Katharine Graham, que es quien de verdad pone en riesgo el empresa y su futuro.
Melodrama e inversión del modelo de cine clásico en parte, el film tiene la intención de recordar en la era de Trump el deber de los periodistas de combatir el poder revelando la verdad y denunciando los abusos. Y en posible alusión a la responsabilidad del actual Tribunal Supremo, escorado a la derecha tras el nombramiento de Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh por Donald Trump, Spielberg da voz al juez del Supremo Hugo Black, quien, cuando comunicó su voto contrario a la orden de restricción de la prensa pedida por el gobierno, dijo: ‘Sólo una prensa libre y no amordazada puede desenmascarar eficazmente el engaño del gobierno. Y es la máxima responsabilidad de la prensa el deber de impedir que alguna parte del gobierno engañe a la gente y la envíe a tierras lejanas a morir de fiebres extranjeras y de balas y proyectiles extranjeros’.
En el actual clima de radicalización conservadora de las instituciones, Spielberg recuerda a las generaciones que no lo vivieron la trascendencia de luchar por la libertad de expresión y por el conocimiento de la verdad, si es necesario contra un gobierno que la ataca en nombre de la seguridad nacional disimulando una ambición dictatorial. El colofón del film viene a ser que la verdad, al igual que el miedo, se contagia. Basta con que alguien la proclame desafiando las amenazas del poder. Mientras el Tribunal Supremo deliberaba, quince diarios más comenzaron a publicar los papeles que mortificaban al gobierno y le empujaban a poner fin a la guerra, como efectivamente ocurrió en cuatro años y un proceso de destitución presidencial más tarde. Un proceso que, recordémoslo, levantó contra Richard Nixon los cargos de obstrucción de la justicia, abuso del poder y desprecio del congreso, todos apoyados en las investigaciones del New York Times, de Time Magazine y sobre todo del Washington Post. Bob Woodward y Carl Bernstein, periodistas de este diario, revelaron que la violación de la sede del Partido Demócrata en el hotel Watergate por agentes pagados con fondos de la campaña de reelección de Nixon era sabida por altos cargos del Ministerio de Justicia, la CIA, el FBI e incluso la Casa Blanca.
Ya hace tiempo que el poder español ha incurrido en casi todos los abusos por los que Nixon tuvo que dimitir, anticipándose a una destitución segura. Espionaje de activistas y de rivales políticos, utilización de funcionarios y de aparatos del Estado para evitar o manipular las investigaciones comprometedoras, conspiración para aniquilar la autonomía catalana y desvirtuar o eliminar el estado de las autonomías, utilización política de la justicia, soborno de magistrados y de servidores públicos, uso inapropiado de dinero público, financiación ilegal y una serie de acciones que un estado de derecho como pretende ser España habría condenado como criminales. Pero no sólo no ha habido ningún proceso similar de defensa de la democracia contra la acción criminal del Estado, desde los GAL hasta la trama Gürtel, pasando por los negocios de la monarquía, sino que la magistratura y la clase política en conjunto conspiran para salvar el régimen y sus partidos de la quiebra que implicaría exponer en los principales medios todo lo que ha pasado entre bastidores del año 1978. Para tapar el escándalo del continuismo de la dictadura bajo disfraz democrático, el Estado busca un chivo expiatorio al que pueda transmitir la violencia sistémica y enviar al sacrificio, como si la víctima electa de la violencia pudiera pagar, ella sola, las culpas del fracaso col Colectivo. La operación Judas tiene la misma lógica de ‘Kristallnacht’.
Las revelaciones del Washington Post y otros diarios ennoblecieron una profesión que, después de años de secundar las mentiras del gobierno, reencontró su dignidad y su función en un régimen democrático. En 1974, año en que se incoó el proceso de destitución de Nixon, las solicitudes de admisión en las facultades de periodismo llegaron a una cifra récord. En España, una prensa dependiente del gobierno (mediante subvenciones y publicidad) e hipotecada con los bancos, y que es casi toda propiedad de empresas beneficiarias de su relación con el Estado, practica el antiperiodismo. Servida por gente desaprensiva, carente de ética, de dignidad, y a menudo también de cultura, la prensa española, con poquísimas excepciones, degrada la investigación a filtraciones interesadas y la revelación de la verdad a la construcción de una realidad paralela fundada en la mentira.
Estos días hemos podido sondear el abismo en el que han caído los principales medios españoles, convertidos en altavoces de propaganda y desinformación sin rastro alguno de compromiso con la veracidad. La crisis constitucional a la que abocó a los Estados Unidos el engaño sobre la guerra de Vietnam, remachado por las maniobras de la administración Nixon, se saldó con la restitución del periodismo en su función de contrapoder y la consolidación jurídica de la libertad de expresión. En España, la crisis iniciada en 2010 con el recorte anticonstitucional del estatuto y profundizada con la judicialización de la política y la manipulación de la constitución con el fin de concentrar el poder todavía más, ha derrumbado la libertad de expresión y ha derrumbado la deontología del periodismo. Con pocas excepciones, la prensa española se distingue tan poco del burdo vacío de los políticos como de la parcialidad de la magistratura. Grabada por la venalidad, la redacción se ha convertido, como aquellas áreas de gobierno, en un aparato funcionarial más. Si España fuera la sociedad que se imagina que es, la simple presencia de criterio originaría una crisis de vocaciones periodísticas sin precedentes. Pero de que el requisito de admisión sea tan bajo como el nivel dado por la profesión hay que esperar lo contrario. La indefensión y falta de exigencia del público, por un lado, y la ausencia de disciplina formal y de ambición ética, por otro, son un imán para la mediocridad imperante. Y de esta degradación de una profesión que no se ha repuesto de los estragos del franquismo no es necesario esperar la virtud necesaria para arrinconar el poder y superar la crisis constitucional de la única manera que se puede resolver democráticamente: con un ‘impeachment’ del régimen en conjunto. Yendo muy bien, puede esperarse el naufragio del periodismo mismo, junto con el régimen del que forma parte. Del desescombro de los desechos debería salir un concepto prístino de lo que un día se llamó cuarto poder.
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