¿Podemos decir que el Proceso tiene ya 16 víctimas mortales?

El 17 de noviembre de 2020, en un artículo en el Món titulado “Lo que esconde el juicio del 17-A”, un servidor formulaba catorce preguntas que el Estado español no ha contestado en relación con los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils del 17 de agosto de 2017. Eran preguntas que en el denominado juicio del caso –puro teatro todo ello– ni siquiera se llegaron a plantear porque hubieran comportado una investigación a fondo que habría puesto al Estado contra las cuerdas. Y es que no es que el Estado no quiera investigar todo lo que se esconde detrás de esos atentados, es que no puede. El CNI son las cloacas del Estado, y todo lo que hace es secreto, y lo es porque hace todo lo que no pueden hacer los cuerpos de seguridad a plena luz y sometidos al control de las leyes y principios democráticos. Por eso, si se difundieran las actividades del CNI, quedaríamos estremecidos. Da igual que gobierne el PSOE como el PP, ambos, en compañía de sus socios –miremos la pasividad de Podemos–, son Dupont y Dupont (Hernández y Fernández, en la versión española de Tintín) en esta cuestión.

El excomisario de la policía española José Manuel Villarejo estaba en el caso de las maniobras del CNI en relación al 17-A porque él también formaba parte de las cloacas del Estado. Dice Villarejo en el juicio: “Yo he seguido trabajando con el CNI hasta el último día. Trabajé con ellos para tratar de arreglar el lío del famoso atentado del imán de Ripoll, que al final fue un grave error del señor Félix Sanz Roldán [entonces director del CNI], que calculó mal las consecuencias de meter un pequeño susto a Cataluña”. Estas declaraciones del 11 de enero de este año corroboran la información publicada por el diario Público en 2019.

Al día siguiente, Villarejo declaró más. Declaró que el CNI tenía intención de generar en Cataluña “necesidad de protección” por parte del Estado. Las instituciones de seguridad españolas, añade Villarejo, “trabajan creando guerrillas ficticias”. No lo harían con la intención de “provocar un atentado”, pero sí “para dar la apariencia de que Cataluña necesita la protección del Estado. […] El problema es que se les fue de las manos cuando el imán muere y los chicos no saben cómo reaccionar”. Es decir, que se pretendía crear un estado de pánico social que hiciera que los catalanes, atemorizados como un niño, levantáramos los brazos pidiendo a España que nos protegiera. Si la operación tenía éxito, España obtenía una doble victoria: por un lado, hacía que Cataluña, sintiéndose impotente, sufriera un grave complejo de inferioridad; por otro, no sólo nos empequeñecía ante el mundo sino que España se erigía como una figura imprescindible en la vida catalana.

Pero al Estado le salió el tiro por la culata. Despreció a Cataluña, menospreció a su gente, menospreció a sus instituciones y salió muy escaldado. Cataluña, que fue un Estado, quiere volver a ser un Estado y reaccionó como un Estado. Y eso es lo que vio y admiró todo el planeta: vio a una nación adulta y serena con un cuerpo de policía brillante que en sólo cincuenta horas y en pleno mes de agosto erradicó el peligro de más atentados. El despliegue del plan Cronos comportó un control absoluto del Principado, incluyendo sanidad y transportes, y el mundo, que sabía poco de nosotros, se quedó boquiabierto. Cataluña, oficialmente, no era un Estado, pero estaba actuando como un Estado, y, además, como un Estado de una eficiencia modélica y envidiable. No es extraño que la frase “No tenemos miedo” fuera pronunciada de viva voz y muy fuerte en catalán por miles y miles de personas de todo el planeta. Recordamos la fuerza de la manifestación del 26 de agosto, recogida por todas las televisiones del mundo, y el visible homenaje que Cataluña rendía a los Mossos d’Esquadra.

La gestión que hizo Cataluña de ese episodio, un episodio que provocó 16 víctimas mortales, más de 140 heridos y un total de 345 víctimas reconocidas por la sentencia, eclipsó absolutamente al Estado español. Fueron tres días durante los cuales Cataluña fue un Estado y demostró que no necesitaba a España más de lo que España pueda necesitar a Francia o Portugal. No es raro que la reacción española del Uno de Octubre fuera tan rabiosa y visceral. La violencia de España contra Cataluña, ese día, fue, como toda violencia, causada por la impotencia. España no sólo había fracasado en sus planes de ridiculizar y amedrentar a Catalunya sino que había fortalecido su autoestima y era España quien se había sentido ridícula. Cataluña no pretendía humillar a nadie, suficiente trabajo tenía, pero España lo vivió como una humillación y la celebración del referéndum, añadida a la incapacidad del CNI de encontrar las papeletas y las urnas, fue el colmo que no pudo soportar. El Estado estaba histérico y la histeria le llevó al paroxismo.

Todos estos factores son determinantes para entender por qué el Estado español nunca pondrá luz en la oscuridad a raíz de las informaciones del diario ‘Público’ y del excomisario Villarejo. El Estado no se investigará nunca a sí mismo, y menos aún para autosentenciarse y mostrar al mundo las barbaridades que está dispuesto a cometer contra Cataluña para impedir su libertad. Basta con observar cómo ha reaccionado ante ‘Público’ y Villarejo. En el caso del primero, como si oyera llover; y en el del segundo, tirando de manual: pocas cosas hay tan antiguas como cortar el cuello del mensajero que trae noticias que desnudan al poder. Hoy en día no se cortan cuellos porque hace feo, pero se hace eso tan perverso que es desacreditar a la persona, descalificarla, infamarla y tratarla de demente para que nadie se la crea.

En otras palabras, el Estado necesita banalizar a Villarejo para justificar su propia inmovilidad. Tan fácil como sería, si pudiera, desacreditarlo presentando pruebas fehacientes de que no había conexión entre los atentados del 17-A y el Estado español. El cinismo del Estado llega al extremo de acusar a Villarejo de no presentar pruebas de la información que aporta mientras estas pruebas le han sido secuestradas no sólo para que no las pueda utilizar, sino para que el Estado pueda mirárselas con lupa y vea cómo protegerse de todo aquello que le compromete. Es obvio que cuanto más se niega el Estado a profundizar en el caso más se autoinculpa, pero le da igual. Recordemos cuál era la actitud del juez Baltasar Garzón cuando los independentistas encarcelados en 1992 le decían que les estaban torturando: miraba literalmente hacia el techo hasta que callaban. Por eso, si ahora aparecieran dos agentes del CNI que dijeran lo mismo que han dicho Villarejo o el diario ‘Público’, los tratarían de locos o de resentidos. Es lo que han hecho Salvador Illa, Pedro Sánchez, Teresa Cunillera y todo el Partido Socialista en bloque con Villarejo.

Llegados aquí, es legítimo que los familiares de las víctimas mortales de los atentados del 17-A, víctimas de diversas nacionalidades, se estén preguntando ahora mismo si las dieciséis personas que perdieron la vida son los primeros fallecidos del proceso catalán y de un “pequeño susto a Cataluña”.

EL MÓN