Poca derecha y demasiado extrema derecha

Uno de los problemas de España es que su política tiene poca derecha y demasiada extrema derecha. La gravedad de esta carencia explica muchos de sus problemas, que sufre en varios grados una democracia que quiebra. Un gobierno de los jueces en números rojos que emula al ejecutivo y enmienda con sentencias lo que la voluntad popular decide y sus parlamentarios legislan. Una Constitución agotada que sirvió para salir adelante y que ahora sirve para dar marcha atrás. Un Estado obsoleto que lucha contra sí mismo, sometido a los poderes fácticos.

La Convención Nacional certificó que hoy el PP es un partido escorado a la extrema derecha, de la ‘a’ de la economía a la ‘z’ de la recentralización uninacional, pasando por los atávicos negacionismos de memorias democráticas que arrancan de la fobia a condenar los crímenes del franquismo. Éste hoy, sin embargo, no es un giro ni una excepción: es una tradición española que viene de lejos, de muchos años y de aún más cerraduras muy arraigadas en una acreditada herencia golpista. Antes de seguir, déjenme anotar, porque lo encuentro de justicia, que hablo de una entidad sistémica, pero que hay personas que no siguen ni ese patrón ni esos cánones. Pienso, por decir dos nombres representativos, que Núñez Feijóo y Alejandro Fernández encajarían con comodidad en las derechas europeas de las estirpes liberal y democristiana.

A la salida del franquismo, su amplio espectro se encontró en el callejón sin salida de la historia. Los franquistas que más hicieron para restablecer las libertades crearon la Unión de Centro Democrático, que encabezaba el primer presidente electo, Adolfo Suárez. Eran momentos en los que unos franquistas tenían miedo a la izquierda que irrumpía con fuerza en los Parlamentos y otros tenían el síndrome de Estocolmo democrático. Estas razones, y otras muchas más complejas, hicieron que los gobiernos Suárez alcanzaran niveles de libertad suficientemente altos –sólo hay que echar un vistazo a la hemeroteca y ver qué publicaban los diarios y los semanarios–, que el presidente Tarradellas restableciera la Generalitat desde de la legalidad republicana, que se reconocieran los caracteres nacionales de Cataluña, Galicia y Euskadi, con el lendakari Leizaola retornando del exilio, que se amnistiaran incluso los delitos de sangre, que se estudiara un referéndum sobre la monarquía y que se congelara la entrada a la OTAN asistiendo a cumbres de los países no-alineados.

Tan democrática intentó ser esa derecha, que a Suárez le pusieron una pistola encima de la mesa para hacerlo retirarse, y en un santiamén, en 1981, dieron un golpe de estado como mandan los cánones, con ocupación del Congreso y las emisoras de radio y televisión, tanques en la calle, acuartelamiento de tropa y música de banda militar. A partir de entonces comienza la involución que llega a los extremos descabellados de nuestros días.

Por todo ello, cuando se carga a boca llena contra el “régimen del 78”, hay una razón de nomenclátor, porque se arranca de la Constitución, pero parecería más preciso referirse al “régimen del 23-F”. Del general Gutiérrez Mellado plantando cara a los guardias civiles “al suelo todo el mundo” se ha pasado a nombramientos de ministros con mando en tropa, Defensa e Interior, educados no tanto para mandar como para recibir órdenes o enjabonar a los falsos subordinados. Mientras Angela Merkel va demostrando que una derecha democrática es posible sentando en el banquillo a un exnazi, por muy centenario que sea, aquí niegan incluso un memorial en la Via Laietana.

La derecha que quería ser moderación y centro duró poco, y los intentos de enderezarla fueron por el pedregal, comenzando por la conocida como ‘operación Roca’, el Partido Reformista Democrático de los Garrigues, Florentino Pérez, Arias Salgado… y siguiendo por los compases de apertura del primer gobierno Aznar, que acercó presos de ETA, dialogó con el “movimiento de liberación nacional vasco” y cenó en el Set Portes con ilustres proscritos del franquismo, con Josep Benet como cabeza de grupo, asegurándoles que, además de apreciar el catalán, lo hablaba en la intimidad. Aquel primer Aznar incorporó a dos ministros de la zona PSUC, primera línea de la lucha antifranquista -Anna Birulés y Josep Piqué-, y situó como vicepresidente de la SEPI a Jordi Dagà, líder estudiantil de los inicios de la UAB y torturado salvajemente durante veinticuatro días… ¡en la Via Laietana! En el Parlament fue entonces diputado del PP mi amigo Ricard Fernández Déu, un demócrata de una pieza que contribuyó de qué manera a restablecer la libertad de prensa y el catalán en las grandes audiencias de radio y televisión y que es Creu (Cruz) de Sant Jordi.

Cuando Aznar, en 2000, gana por mayoría absoluta, la derecha hace el camino de diluirse paulatinamente en postulados de la extrema derecha, y el surgimiento de partidos como UPyD, Ciudadanos y, sobre todo, Vox consuma la muerte por ahogamiento del conservadurismo neoliberal. El PP ha perdido votos por todos esos flancos, que son variaciones del mismo tema, y ​​para recuperarlos debe hablar su idioma político y hacer identitario su lenguaje verbal.

La historia demuestra que en España una derecha convencional no rige. Esto explica en parte la derechización del flanco centrista del PSOE, que capta a militantes sin partido natural, y también que en Cataluña engrase el secesionismo un independentismo funcional en busca de un país normal, con un debate civilizado y constructivo poder-oposición, con pactos posibilistas cuando se necesitan consenso o coaliciones para mejorar las condiciones ciudadanas, sacando los tribunales del ajedrez de la política y las amenazas con prisiones y persecuciones de los discursos proclamados.

En Catalunya, por fortuna, sí tenemos derechas democráticas, que como las derechas inglesas lucharon contra el fascismo. Resulta que, visto hoy y desde aquí, este independentismo funcional da a entender que la vía más operativa para librarse de la estresante presión de la extrema derecha no será reformar una España irreformable, sino salir de ella por piernas.

ARA