Perplejidad ‘versus’ humillación

Dos meses exactos después de las últimas elecciones catalanas, es obvio que el proceso independentista ha pasado de la hipermovilización y la euforia al empantanamiento. No hace falta recurrir a la retórica apocalíptica tan grata a ciertos analistas para reconocer que el resultado plebiscitariamente corto del 27-S y, más todavía, la obtención de sólo 62 escaños por parte de Junts pel Sí han hecho trastabillar la que algunos imaginaban rápida marcha hacia el Estado propio. Tampoco cabe disimular que la declaración rupturista del 9 de noviembre —concebida como el pedestal de una mayoría de gobierno que luego no se ha concretado— espanta incluso a una parte de los votantes de JxS, aquellos que querían fortalecer al bloque soberanista frente al poder estatal, pero no contemplaban una ruptura jurídica unilateral e inmediata.

La situación actual puede ser leída de muchos modos. Por mi parte, diría que el desplazamiento de las capas medias catalanistas (pequeños y medianos empresarios, profesionales, funcionarios…), en apenas tres años, desde el autonomismo hasta el independentismo ya constituye un verdadero prodigio histórico. Pretender que, al mismo tiempo, dichos sectores abracen la causa de la revolución anticapitalista cae de lleno en la ciencia-ficción. Máxime, cuando el proyecto anticapitalista ha obtenido el apoyo del 8,2% de los votantes.

Salvadas todas las distancias —que son grandísimas, por suerte—, la tensión de las últimas semanas entre Junts pel Sí y la CUP me recuerda el famoso dilema de finales de 1936 y principios de 1937 en Cataluña. El dilema que enfrentaba a los partidarios de priorizar el esfuerzo militar para, así, ganar la guerra (Esquerra y el PSUC, entonces representativos de las clases medias) contra quienes ponían por delante la revolución, convencidos de que, sin ella, no habría victoria posible (la CNT y el POUM). ¿Hace falta recordar que, los unos por los otros, al final no hubo ni victoria republicana ni revolución, sino el triunfo devastador e interminable de Franco?

No quisiera abusar de las analogías históricas —bastante se ha hecho ya, y con disparates mayúsculos, a propósito del Seis de Octubre—, pero creo que, también ahora, las expresiones políticas de la mesocracia pretenden concentrar los esfuerzos en la ruptura política con el Estado español y la obtención de reconocimiento internacional —que no son objetivos menores ni fáciles—, mientras desde la CUP (cuyo background ideológico, organizativo y cultural entronca bastante con el POUM y la CNT) se quiere hacer, al mismo tiempo y hasta prioritariamente, la ruptura social y económica con todos los aspectos del statu quo, incluyendo la UE y el euro. Con semejante programa, podría muy bien ocurrir lo mismo que en 1937: que sectores hasta ayer identificados con el proceso acaben prefiriendo la victoria de Franco. ¡Uy, perdón! Quise decir de Rajoy.

Pero, si me lo permiten, regreso al punto de arranque: el movimiento independentista se halla en horas bajas, algo perplejo y desconcertado. Ante ese escenario, ¿qué haría un estadista audaz, con altura de miras y alguna empatía? Pues tratar de recuperar a los independentistas que vacilan dirigiéndoles una propuesta política digna de tal nombre. ¿Y qué ha hecho Mariano Rajoy? Añadir la humillación a las amenazas.

Humillación, sí. No pueden calificarse de otro modo las medidas anunciadas desde el pasado viernes por el chulesco ministro Montoro y la vicepresidenta Sáenz de Santamaría. Primero, porque las decisiones tomadas por gobiernos legítimos y democráticos serán acertadas o erróneas, pero no son “ocurrencias” ni “veleidades”. Segundo, porque el destino de las tranferencias del FLA ya estaba rigurosamente controlado sin necesidad de incitar a la delación a los funcionarios de la Generalitat. Tercero, porque lejos de ser un generoso regalo del Estado que rompe su hucha para socorrer a los impecunes catalanes, ese dinero —y cantidades incluso superiores— procede de los impuestos que pagan particulares y empresas de Cataluña. ¿Alguien va a hacernos creer que, con otra fórmula de financiación que le drenase menos recursos, Cataluña no podría atender a su gasto público, y Extremadura, Andalucía o Galicia sí? Con veleidades o sin ellas, ¿cómo es que la Comunidad Autónoma Vasca o la Comunidad Foral de Navarra no necesitan recurrir al FLA?

Pero no hay de qué preocuparse. En ausencia de cualquier oferta que le permitiese ser el maquinista de la Tercera Vía, Duran Lleida obtuvo de Rajoy la promesa de que no suspenderá la autonomía catalana. ¡Menudo alivio!

EL PAIS