Bucarest
No me extraña que algunos de los mejores cineastas europeos en estos momentos procedan de un país pobre de 22 millones de habitantes, y dos millones más de emigrantes -un millón a España- en busca de trabajo y un salario digno. Porque en Rumanía -donde es difícil distinguir pasado y presente, realidad y ficción- hay mucha materia.
La nueva película de Cristi Puiu Aurora -otra visión irónica de la era Ceausescu, la segunda entrega de la serie iniciada con la Muerte del señor Lazarescu– acaba de ser seleccionado para el próximo festival de Cannes. Police, adjective de Corneliu Porumboiu -otra comedia negra de la era post Ceausescu- es elogiado donde se proyecte. Y Cuentos de la edad de oro de Cristian Mungiu -director de la durísima Cuatro meses, tres semanas dos días, sobre el aborto ilegal en la Rumanía de Ceausescu-, cuenta en clave irónica las humillaciones del pueblo en los ochenta, década que Ceausescu bautizó la edad de oro pese a que sus políticas delirantes de autarquía y austeridad condenasen a amplios segmentos de la población al hambre.
Compuesto por seis cortos hechos por seis directores distintos, aunque el guión siempre es de Mungiu, Cuentos de la edad de oro ha recibida buena crítica también. Pero desapareció de las pantallas españolas en cuanto se estrenó el año pasado. Esto puede ser porque -pese a compartir tanto con los rumanos en pasado y presente- el español medio en el 2010 no se interesa demasiado ni por la cultura rumana ni por el neorrealismo cómico sobre viejos regímenes dictatoriales. Es curioso comparar lo que fue la nueva ola de cine español después de Franco -cineastas como Almodóvar o Bigas Luna desesperados por olvidar el pasado en los ochenta y crear una nueva estética posmoderna- con la nueva ola de cine rumano post Ceausescu que repasa con una lupa moderna digna de Antonioni la vida popular bajo el dictador. Julio Soto, el joven director español cuyo nuevo documental Mi hermoso Dacia cuenta con humor negro la historia del Dacia, el coche del pueblo de Ceausescu -y de la Renault- desde la esperanza desarrollista de los años setenta hasta la migración masiva de los noventa, lo resume así: “Los rumanos tiene mas sentido de la parodia y asimila mejor su pasado que nosotros”.
Quizás la diferencia es que el pasado sigue presente en Rumanía y es tierra abonada para quienes buscan inspiración surrealista, cómica y esperpéntica. Uno de los cortos en la peli de Mungiu se llama Los Vendedores de viento y va de una de las muchas trampas pícaras en la Rumanía de Nicolae Ceausescu, obras teatrales cuyos protagonistas eran el mismo pueblo, dispuesto a ponerse un disfraz de impostor y engañar suavemente al vecino para poder comprar una gallina o, si el truco funcionaba muy bien, hasta un Dacia.
Una pareja joven se hace pasar por dos inspectores del Ministerio de Sanidad y explican a los vecinos de su barrio -un polígono de bloques de pisos obreros en de Bucarest- que necesitan pruebas de aire para comprobar su grado de toxicidad. Los vecinos tienen que dejarles una botella vacía que ellos llenan de aire para que pueda ser analizado en un laboratorio. Los dos jóvenes luego, venden las botellas. Todo esto para reunir suficiente dinero para comprarse un Dacia que entonces costaba 40 veces más que el salario medio y cuatro años en lista de espera.
Para seleccionar la materia de su película, Mungiu invitó a los ciudadanos rumanos a aportar leyendas urbanas de la época Ceausescu: “Son historias verídicas contadas tantas veces que se convirtieron en cuentos populares”, me explicó en un email. “Las historias las elegimos precisamente porque estaban seleccionados por el pueblo para representar ese periodo”, explica
Tras ver esa película en el cine Studio en Bulevar Magheru, di un paseo por el centro de Bucarest con Kristian Parvulescu, el activista del grupo Pro Democracia. Recorrimos los bulevares de destartalados palacios de la Belle Epoque rumana, del faraónico Palacio del Parlamento -el monumento a la megalomanía de la pareja tirana- hasta los nuevos hoteles boutique y los bares de diseño. Y era difícil saber si 20 años después de su ejecución Rumanía quería recordar u olvidar a Nicolae Ceausescu y su mujer Elena.
Y mientras contemplamos el neoclasicismo estalinista del Palacio del Parlamento, el segundo edificio más grande del mundo -después del Pentágono- en superficie construida, se nos acercó una mujer de quizás 50 años llorando desconsoladamente. Entregó un papel a Kristian en el cual estaba apuntado un número de teléfono. “Por favor llame! No tengo móvil”, le dijo a Kristian mirándome a mi también con gestos de tragedia personal. Era el teléfono de un médico, dijo. “Mi hijo acaba de ser atropellado; está muerto y necesito llevarlo al tanatorio”, prosiguió en rumano (Kristian me lo tradujo todo después). “¡Por favor llámele y pregúntale cuanto me va a costar”. Tendió una mano que temblaba para comprobar su estado de nerviosismo. Kristian marcó el numero, habló cinco minutos. “Dice 400 lei (unos 100 euros)”, le explica a la señora. “¡Ay! Por favor déjenme 300 lei”, gritó la mujer y se echó a llorar otra vez. “Vámonos”, le dijo Kristian y me explicó lo ocurrido: “Sin ninguna duda es una trampa”. “Pero ¡qué actriz más buena¡” le respondí.
En el cine Studio en Bulevar Magheru donde se proyectaba Cuentos de la edad de oro se expone con ironía desenfadada un montaje de parafernalia ceaucescuista -juguetes de Dacias 1.300; carteles del realismo socialista rumano -más Mao que Lenin-, ejemplares de periódicos oficiales como Scintei y Romanía Libera con títulos desarrollistas: “¡Crece el ritmo de producción! ¡Calidad y eficiencia!”. Fue la típica reconstrucción del pasado comunista para una exposición temática, una nueva industria turística, como el Museo del Comunismo en Praga, por ejemplo. Pero en Bucarest, el comunismo temático no acaba de funcionar porque el pasado no se ha ido. Saliendo del cine al Bulevar, era como entrar en la película de Mungiu. Quizás por eso, existe una confusión respecto a la ambientación de uno de los cortos de la película en la que una chica campesina tiene que vender su pavo a un matadero para financiar la operación de su madre enferma. Termina con el pavo escapándose delante del Palacio Popular. Alex Leo Serban, el crítico de cine rumano, ahora afincado en Buenos Aires, me dijo que esta película va de la Rumanía contemporánea aunque era imposible diferenciar la ambientación de esta de la de los otros cuentos de la edad de oro sobre el pasado.
Esta misma sensación de una extraña fusión del pasado y el futuro la tuve en Alejandría, a 15 kilómetros del Danubio en el sur de Rumanía. Es de esos sitios donde uno puede ver a una campesina de cara arrugada, cabeza envuelta en un pañuelo azul, llevando una vaca de una cuerda para pastar en la hierba que crece en una gasolinera. O donde un Mercedes plateado levantará una nube de polvo adelantando a un carro con mulas en la carretera hacia el pueblo nuevo rico de Buzescu, conocida como la Beverly Hills gitana. En Buzescu vi mansiones kitsch con tejados seudo belle epoque, paredes pintadas de rojo y verde chillón, y columnas dóricas de cinco plantas con familias gitanas comiendo en los balcones. Iosif Kiraly, del grupo Tinseltown -arquitectos y fotógrafos de Bucarest-, dice que Buzescu es una arquitectura de liberación, la expresión espontánea de una nueva clase media gitana y la cara opuesta de la estética estalinista de Ceaucescu. Pero esas columnas de hormigón, el nuevo “neoclasicismo Rom” de mansiones habitadas por gitanos millonarios, mientras otros gitanos haraposos recorrían calles hechas para cuatro por cuatro Audi, me recordaron en algún sentido al Palacio del Parlamento de los Ceaucescu en Bucarest. “¿De donde sacaron el dinero para construir estas casas?” le pregunté a Mircea Bujor, un residente de la zona que ha vivido en Valencia. “De la chatarra”, me contestó.
En esta zona se encuentran también muchos de los llamados “pueblos de abuelos y niños”, las canteras de la inmigración a España, castigados ya no sólo por la ausencia de sus seres queridos -casi todos los de edad laboral- sino también por el colapso de la prueba más material de su amor, las remesas.
Más o menos la mitad de los habitantes de Florica y los otros pueblos de la región, viven en España, algunos con hijos, otros sin hijos. La mayoría van a parar a Valencia en el invierno para recoger naranjas o trabajar en las plantas de zumo. Muchos luego migran a Lleida en verano. Dracea, a tres kilómetros de Florica, ha perdido unos 700 de sus 2.000 habitantes. “Se han ido muchos del medio rural rumano porque no hay trabajo”, dice la directora del colegio Vivian Gherghina, una mujer de cara entusiasta de unos cuarenta años.
Ante el dolor de la separación muchos padres se llevan a los hijos y algunos pueblos son sencillamente de abuelos. A veinte años de la caída de Ceaucescu se recuerda con ironía mordaz la edad de oro. Pero, por lo menos entonces los colegios estaban llenos. “Antes de 1990 teníamos 600 niños en esta escuela; ahora tenemos 120”, dice Vivian. Y cuantos menos alumnos, menos fondos para libros, equipos. “Esperamos que vuelvan y que el pueblo vuelva a ser joven”, dice Vivian.
Pero la magnitud del dilema para el millón de rumanos en España es obvia: dada la situación en España más vale regresar pero volver no resuelve nada en el país más pobre de la UE que acaba de atravesar la peor recesión de Europa con un desplome del 7% del PIB, la adopción de un duro programa de ajuste vigilado por el FMI y el colapso del empleo. “El FMI nos ha prestado dinero para destruir empleo”, dice Marian Bujor.
Lo cierto es que las comunidades de origen en Rumanía y destino en España de estos inmigrantes son gemelos siameses. Y en estos momentos, la crisis de uno contagia al otro. Las remesas que llegan a Rumanía de todos los inmigrantes rumanos han caído un 45% en un año. En febrero de este año entraron 874 millones de euros de los inmigrantes en España, Italia y otros países frente a casi 1.500 millones en febrero del 2009. “Antes nos mandaban dinero a nosotros, ahora tenemos que mandarlo a ellos”, bromea Mircea Bujor. Bromea porque la realidad es que no hay ninguna posibilidad de enviar dinero a España”.
El sueño de un regreso ya con seguridad económica se ha desvanecido en el aire. “Solo tienes que mirar las casas que construyen para comprobar que muchos inmigrantes quieren volver”, dice Magda Matache, de la ONG Rumani Criss. Pero en Alejandria las viviendas para el regreso feliz, permanecen a medio construir, sujetadas por andamios de madera.
Publicado por La Vanguardia-k argitaratua