En 1939, en el Teatro de la Opera de Posnan, un bailarín remató su solo con dos vibrantes taconazos (la música era una czarda) y para su estupor vio que la gente huía despavorida de la sala mientras el suelo temblaba y los vidrios se hacían añicos. Era un gran bailarín, y lo sabía, pero incluso a él mismo lo sorprendió su fuerza, hasta que cayó en la cuenta de que estaban cayendo las primeras bombas alemanas sobre Polonia.
A los polacos siempre les ha sido difícil diferenciar los hechos individuales y los hechos colectivos en su país. Durante mucho tiempo se dijo que en Polonia no tenían todos los tornillos en la cabeza, pero sí tenían un tornillo extra: el reflejo colectivo de autodefensa como sentimiento patrio nacional. “Vivo en un país que fue inventado hace mil años por los alemanes como un tapón, una muralla de defensa que los protegiera de Rusia. Ese muro se hizo reversible y eso determinó nuestro futuro. No tenemos identidad; tenemos sólo ese reflejo. Ninguno de nosotros ha sabido ser otra cosa que Polonia. Este país no olvida nunca su historia, pero la mayoría de las veces no la entiende”, escribió Kazimierz Brandys en 1975, en extrañas circunstancias. Después de haber participado en la Resistencia durante la guerra, cuando era jovencito, y de apoyar el gobierno comunista posterior, Brandys fue alcanzando la madurez de desilusión en desilusión, como muchos de sus camaradas, o no tantos, ya que la gran mayoría de ellos se fue acomodando con los años en el sistema. Después de la experiencia de la clandestinidad, donde había conocido la distancia mínima que hay entre el heroísmo y la traición, Brandys contempló en la posguerra que las almas se vendían baratas y sin regatear, así se fue edificando en Polonia, ladrillo a ladrillo, el fenómeno colectivo de la desaprobación de uno mismo: “Uno sentía que no había cumplido su deber respecto a la realidad, que no participaba en ella con todo el espíritu. Déjenme dar un ejemplo. El año pasado, en la pensión donde estaba, le robaron a alguien un anillo. Mi primera reacción fue cerrar con doble llave mi puerta. No por el temor de que me robaran algo sino de que alguien dejara el anillo robado en mi cuarto. Se puede vivir así. Sería una exageración decir que vivíamos desesperados. Se vive en la miseria de la imaginación, el propio destino nos aburre como una novela mediocre y ya leída”.
Brandys pertenecía al mundo del teatro. En ese mundo había cumplido sus actividades para la Resistencia y en ese mundo se quedó después de la guerra, relegado a teatros y escuelas de provincia por su falta de empatía con el espíritu colectivo, con el régimen. Devino disidente casi sin proponérselo, hasta él mismo se había olvidado de él cuando se le avisó, en 1975, que había sido invitado a Oslo, a unas jornadas docentes teatrales, una invitación tan menor que el régimen le permitía ir. Al llegar a aquel congreso le pidieron, como a los demás participantes, que llenara un cuestionario de 25 preguntas, que debía funcionar como un curriculum vitae comentado. Era un mero formulario, pero Brandys se tomó cada pregunta del cuestionario al pie de la letra y se puso a contestarlas como si fuera descubriendo, a medida que escribía, por qué había hecho lo que había hecho en cada instante de su vida.
En septiembre de 1943, el joven Brandys hizo entrar a una muchacha en la Resistencia. La chica era una aspirante a actriz que trabajaba en el famoso café Melpómene. Unas semanas antes, un familiar de ella había muerto en Auschwitz. Ella empezó a beber y a buscar hacer contacto con la Resistencia. Brandys le dijo que podía serles útil aunque él mismo era un perejil, porque la chica no iba a durar mucho si seguía exponiéndose así. Así que le hizo creer que ingresaba a la organización y no le dijo nada a nadie y le dio a ella tareas banales que no implicaran peligro, como llevar una valija a la consigna de una estación de tren cercana a Varsovia. Incluso le dio un nom de guerre para que ella le creyera más: Mewa, que significa gaviota, porque ella amaba a Chejov. Todo era perfectamente inocuo, pero en 1944 comenzaron las suspicacias dentro de la Resistencia entre comunistas y nacionalistas católicos. Corría la voz de que había tribunales secretos y ajustes de cuentas. Brandys recibió en un mismo día la orden de someterse a los nacionalistas católicos y un aviso de Mewa de que estaba embarazada. Por llevarla fuera de la ciudad, con unos parientes que tenía en el campo, Brandys incumplió las órdenes de plegarse a los nacionalistas católicos y sobrevivió de milagro a un ajuste de cuentas, y en el caos del fin de la guerra descubrió que sus problemas no habían terminado, cuando algunos de esos nacionalistas virados a comunistas y comisarios políticos lo convocaron a interrogatorio. Lo liberaron casi un año después. Brandys fue a pie hasta la casa de aquellos parientes en el campo y volvió a pie a Varsovia con una bebé en brazos, que crió como si fuera suya porque a la madre se la habían llevado los alemanes a los campos. Esa hija ya tenía treinta años y estaba casada y era todo lo feliz o infeliz que podía ser una mujer como ella en Polonia cuando Brandys se sentó a contestar aquel cuestionario en Oslo en 1975 y se topó con la pregunta: “¿Tiene hijos?”.
Brandys asistió cada día a las jornadas y volvía de raje a su habitación a pasar las noches en vela contestando febrilmente el cuestionario y, cuando llegó el momento de volver, decidió ocultarlo en un doble fondo de su valija y llevárselo a Polonia. El último día del congreso se le acerca un polaco exiliado, que está en viaje de negocios en Noruega, y que recuerda a Brandys de los tiempos de la guerra, cuando lo veía en el café Melpómene. Le cuenta que le llevó años llegar a Canadá desde los campos, pero lo logró, junto con su mujer, dice, y saca una billetera y muestra una foto de familia: él, dos hijos sonrientes y la mujer, que es Mewa. Brandys recuerda al instante una postal anónima que llegó alguna vez hasta sus manos después de rebotar de dirección en dirección, y que sólo decía: “Estoy viva. Olvídenme”. Eran tantos los que pedían eso en aquellos años posteriores a la guerra, que Brandys había creído que la postal no era para él.
Brandys volvió de Oslo a su departamentucho en Varsovia. De aquel cuestionario hizo un libro. Le puso de título: En Polonia, es decir en ninguna parte (que es la famosa frase con que empieza el Ubú Rey de Jarry). Es la historia de un tipo que contesta un cuestionario en una habitación de hotel: el libro es el cuestionario contestado, es una vida, un país, en doscientas páginas. En un momento estremecedor dice: “No soy ninguna excepción, mucha gente aquí vive y piensa así. Todo lo que dije podría ser dicho en tercera persona y no es improbable que esa persona existiera”. Así son los polacos: hasta cuando hablan en primera persona del singular dicen “Polonia”. Sólo así pueden hablar de sí mismos.
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