Para cerrar, a ser posible, la cuestión de Jordi Pujol

Me ha sorprendido la visceralidad de algunas reacciones a la crónica de mi reunión con Jordi Pujol, como si el mero hecho de reunirme implicase encubrimiento. O quizás la ofensa consiste en faltar al deber de golpear al ídolo caído. El error consistiría en que, renunciando a enviar un chivo expiatorio al desierto, privo a la comunidad de cerrar la herida a la honorabilidad colectiva.

Alguien que asegura tener información privilegiada me avisa de que Pujol me ha engañado para aprovecharse de mi condición universitaria. Omitiendo el reproche de lasitud en política lingüística que le hice, me dice que a Pujol la lengua nunca le ha interesado, que ha ido a contrapelo y lo poco que se hizo durante su govern lo hicieron otros por su cuenta. Para Pujol, dice, sólo cuenta su ego, dominado por una vanidad monstruosa. Por eso augura que de su obra no quedará nada. No sólo lo augura, afirma que ya toda se ha esfumado como las apariencias de un falsario cualquiera. Otros lectores han recordado el destrozo del paisaje y la construcción desatada durante su mandato. Se podría añadir la negligencia en política ambiental y el impulso migratorio provocado por la locura constructora. Y todavía podríamos ampliar la lista de agravios con la desnaturalización ‘ab ovo’ de las instituciones creadas por su govern. Por ejemplo, regalando al españolismo una flamante universidad nueva, la Pompeu Fabra, favor que los interesados le agradecieron fundando Ciudadanos. O bien la irresponsabilidad de crear una “policía catalana integral” embutiéndola de guardias civiles y policías nacionales españoles y proclamando a los cuatro vientos que el ingreso masivo de hijos de la inmigración probaba el éxito de la política de integración. Tanto que hoy no es el govern el que controla a la policía de Cataluña sino que es la policía la que controla el Departamento de Interior. Para disimularlo, el conseller debe retirar un cartel de la extrema derecha del despacho del Área de Mediación, Negociación y Responsabilidad Social Corporativa de los Mossos después de haber aparecido en el vídeo promocional para captar nuevos agentes, muchos de los cuales probablemente serán de la misma índole. Tampoco se puede olvidar la financiación ilegal del partido, que seguramente pesa más de lo necesario en las acusaciones de corrupción que afectan al expresident a causa de las actividades ilícitas de algunos familiares al abrigo de la indulgencia paterna .

Para cada una de estas acusaciones podría esgrimirse un atenuante por el simple procedimiento de contextualizar y comparar. Pero ni me considero el abogado adventicio de Jordi Pujol ni tampoco el juez. Sí creo relevante recordar el dicho de Saint-Just de que nadie puede gobernar sin hacerse culpable. En la crónica de la visita explicaba por qué me había parecido interesante aceptar la invitación sin presupuestos. Fuera de la crítica de no haber cuidado suficientemente la lengua, de los temas mencionados no le hablé, porque no fui con la intención de fiscalizarlo. Cuando al final de la entrevista le digo a Pujol que su obra de gobierno está asegurada, no hago ningún juicio de valor. La obra es la que es, un ‘chiaroscuro’ como suele serlo el paso de cualquier persona por el poder, pero su persistencia es tan poco discutible que en estos momentos unos malos imitadores tratan de escarnecer con un éxito descriptible.

Hace mucho que han tocado la hora de los ataques personales. El ruido tardío, alterado e inútil, sólo se explica por el rencor. Que yo no escucho ni puedo oír, porque casi desde que Pujol inició su mandato ya no vivo en Cataluña. El regreso de Tarradellas me sorprendió en Estados Unidos y de la ejecución de Puig Antich me había enterado por la prensa de aquel país. El único motivo de ir a ver a Pujol con tanto retraso era un interés histórico precoz. Porque este hombre, que no impone ni física ni intelectualmente pero al que nadie puede negar una rara habilidad política, ya forma parte de la historia del país. Con esa vanidad que le imputan y que no es sino una gran confianza en sí mismo, fue capaz de construirse, o que le construyeran, una imagen a la medida del país. Preciso: de un país dotado de una continuidad de conciencia, que a él le gusta llamar identidad y que en política suele llamarse “nacionalismo”. Este término, válido conceptualmente pero ideológicamente exprimido, ha dado mucha munición a los enemigos de Pujol, pero todavía nadie ha encontrado ningún sustituto que asegure su contenido. Y éste, la catalanidad como categoría existencial y garantía de continuidad de un grupo humano irrepetible, o es la determinación de un carácter nacional o no es nada. Haber intuido la importancia de una categoría que engloba del conservadurismo de Prat de la Riba y el tradicionalismo de Torres i Bages hasta el republicanismo de Rovira i Virgili y de Macià, explica por qué los ataques al “nacionalismo” contribuyeron a convertir a Pujol en sinécdoque de la catalanidad.

Los mitos no salen del análisis racional, sino de la emotividad. Por eso resisten la crítica. Pero el mito no es la emoción en sí, sino su representación, es la plasmación figurada de un poderoso sentimiento. Como cualquier otro mito, el pujolismo objetivó los sentimientos de la colectividad, en este caso la mayoría de catalanes que veían una correspondencia con la realidad: con los agravios, reivindicaciones y esperanzas resurgidas al final de la dictadura. Ahora, el mito sólo tiene eficacia mientras no sea reconocido como la imagen de un sentimiento y sea tomado por el sentimiento real. Mientras retenga su poder aparente, la imagen no puede cuestionarse y parece inevitable. El aura de Pujol, su carisma, era la proyección del miedo y los deseos de un sector muy grande del electorado. La imbatibilidad en las urnas explica la impermeabilidad a la crítica (y viceversa), tanto la torpe acusación de victimismo de los medios madrileños como la grosera caricatura de aldeano destripaterrones cultivada por los intelectuales al servicio del PSC.

Si es verdad que el mito tiene su origen en el miedo, su colapso tiene un origen paralelo en el miedo que refluye cuando el héroe o divinidad pierde los atributos mágicos. La confesión de Pujol de haber ocultado dinero al fisco cayó como un rayo en medio de la sociedad catalana. Para los enemigos, la confesión fue el evangelio del cumplimiento de los tiempos, una suerte de juicio final del mundo convergente. Para los afines fue el despeñadero por donde rodaron las certezas, arrastrando el barro de la descalificación moral. Temían despeñarse con el hombre que habían ensalzado a las cumbres de la patria cuando se reflejaban en frases como “fer país”, “som un sol poble”, “anem per feina”” (“hacer país”, “somos un solo pueblo”, “vayamos a la tarea”), y del vértigo hicieron un rechazo sórdido, irracional, como ocurre cada vez que hay peligro de contagio. El miedo es un instinto capaz de desquiciar la adulación en rencor en un instante. Y el mito rebosa de las emociones más violentas, tanto las de simpatía como las hostiles. Unas y otras sobrepasan la medida estrictamente humana, racional, del conocimiento. Por no haber mitificado a Pujol ni puesto mucha fe en las virtudes políticas del país, he podido hablar de ello ‘sine ira et studio’. Por otra parte, si es verdad que ‘sine amor, nihil est vita’, el juicio histórico sobre Jordi Pujol dependerá de cómo se resuelva la cuestión de hasta qué punto el amor proclamado a Cataluña fue sólido y sentido. Pero esta cuestión nadie más que él está en condiciones de dirimir.

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