No siempre somos conscientes de cómo los gestos pueden matizar el sentido de las palabras
Hay palabras que están enigmáticamente ligadas a un gesto. Cuando esto ocurre, es el gesto que les da su carácter e, incluso, su sentido. Y entonces el significado de las palabras, que fácilmente podemos encontrar en el diccionario como si fuera un fósil inmutable, queda desbordado y moldeado por el gesto en el que aquellas llegan a ser lo que, finalmente, son. No siempre somos conscientes de cómo los gestos pueden matizar el sentido de las palabras. Basta, sin embargo, el simple acto de grabar una conversación y transcribirla después sobre un papel para descubrir que lo que, tal vez, era vívido, locuaz e intenso se convierte, cuando sólo quedan las palabras transcritas, en una especie de esqueleto sin cuerpo: se ha perdido lo que hacía, de aquellas palabras, expresión viva.
Es fácil darse cuenta de la importancia del gesto, en las palabras, cuando ha desaparecido o está desapareciendo. Ocurre, por ejemplo, con un gesto con veinticinco siglos de historia que ahora está en vía de extinción. Pienso en el gesto de poner palabras por escrito en una carta. Todavía no hace mucho era habitual, de vez en cuando, recibir en el buzón de casa un sobre y, dentro, una hoja, a veces varias, escritas a mano por alguien que entraba así en nuestra intimidad doméstica.
Las palabras de una carta, producidas por este gesto a distancia, surgían de un cierto protocolo. Alguien, en la calma de su lugar propio, a veces invadido por una preocupación, a veces simplemente por deseo de decir algo, significativo o banal, interrumpía el ritmo de su cotidianidad, se sentaba en algún sitio, tomaba un papel, algo con tinta, y se decidía a escribir a alguien. “Teniendo un hablar -se preguntaba María Zambrano-, ¿por qué escribir?” Y decía que, a diferencia de cuando hablamos, que nos desprendemos de las palabras para soltarlas, sin que sean del todo nuestras, escribiendo las retenemos, nos las hacemos propias, porque nos demoramos, con paciencia, a la espera de la palabra que nos recoja, que diga a alguien lo que queremos decir.
Todos nuestros actos de conocimiento, sostenía Edmund Husserl, uno de los filósofos más importantes del siglo XX, son intencionales: es decir, son más de lo que son, porque apuntan a otra cosa de la que dependen. Quizás las cartas son los objetos intencionales por excelencia, porque las palabras producidas en una soledad paradójica, porque inventa su destinatario, aunque no esté físicamente presente, sólo son lo que son porque son dirigidas a otro. Por eso no hay imagen más brutal de la quiebra de este gesto que una carta devuelta a su remitente: es lo que ocurre en esa escena espeluznante de Clint Eastwood en ‘Million dolar baby’, cuando guarda dentro de una caja de cartón de zapatos, una tras otra, las cartas dirigidas a su hija que el cartero le devuelve.
Las palabras de una carta siempre dicen un secreto nacido de una cierta urgencia. La necesidad de decirle a alguien algo que necesita ser dicho, aunque sea sólo un saludo, una pregunta para la salud, una noticia inesperada, una confesión, una desazón o una alegría. En una carta, no hay palabras irrelevantes ni sobrantes. Porque cada una lleva un universo con ella: un mundo que se desplaza desde el lugar de quien escribe hasta el lugar del destinatario. La desaparición de este gesto, que pone el viaje y el desplazamiento en el corazón de las palabras, antes de que sean guardadas dentro de un sobre, no puede ser considerada, por mucho que nos fascinen las nuevas tecnologías, como un progreso. Con la inutilidad de la carta desaparece una forma de conversación, el horizonte de una socialidad posible, y resonancias que sólo con este gesto llegaban a emerger.
ARA