El ciclo electoral que concluyó el 26 de mayo ha sido esplendoroso para el independentismo: obtuvo la victoria por primera vez en unas elecciones españolas con un incremento de apoyo de más de ocho puntos y la superación de la barrera de los 20 diputados en el Congreso, ganó en votos en la ciudad de Barcelona (con capacidad de controlar todas las demás capitales catalanas y las diputaciones provinciales) y la propuesta del president Carles Puigdemont para Europa recibió un apoyo masivo en las urnas que, contado el conjunto de las opciones independentistas que se presentaban a las elecciones al Parlamento Europeo, significó que por primera vez la causa de la libertad de Cataluña sumara el 50% de los sufragios emitidos. El carácter mayoritario de la reivindicación de la República Catalana es cada vez más incontestable desde una perspectiva democrática y ratifica que la ciudadanía catalana, en el marco constitucional español, no es libre para decidir su estatus político.
Los actores institucionales y mediáticos españoles pueden intentar disimular esta realidad y menospreciarla en el discurso público, pueden mirar hacia el otro lado y persistir en su rechazo a negociar nada, pero lo cierto es que este blindaje es cada vez más insostenible. De hecho, estos poderes son conscientes de que tienen que actuar de alguna manera y que no pueden seguir negando la realidad y eso es, exactamente, lo que se está forjando estos días: una verdadera operación de Estado para contener los efectos electorales de la onda expansiva amarilla, una operación en la que no haya que recurrir a violaciones de derechos fundamentales y al principio democrático aún más torpes de las ya perpetradas hasta ahora.
En esta tendencia se inscribe claramente la aproximación del PSOE de Pedro Sánchez a los Ciudadanos de Albert Rivera, que tiene como principal objetivo desarrollar una política dura contra las aspiraciones secesionistas catalanas y, al mismo tiempo, blanquear la imagen española ante la Unión Europea y su opinión pública con un perfil de aparente centralidad. Ciertamente, no es lo mismo a ojos externos que el intento de sofocar el independentismo veniera liderado por unos supuestos socialdemócratas y unos supuestos liberales moderados que por un acuerdo de la derecha con la ultraderecha como, en algún momento, parecía que se podía tejer antes de las elecciones del 28 de abril. Albert Rivera deberá tragarse, pues, la pérdida de papel protagonista en la oposición y tal vez la progresiva extinción de su carrera política a cambio de garantizar la unidad nacional, tal como le piden algunos sectores económicos y la estructura profunda del Estado con el rey al frente.
El otro factor de la ecuación es, sin duda, el mundo de los comunes y, en particular, la participación o no de Ada Colau en el proyecto de frenar el acceso de Ernest Maragall a la alcaldía de Barcelona. La razón de Estado dicta que la capital de Cataluña no puede quedar en manos del independentismo con el consecuente y potentísimo mensaje al mundo que esto representaría, por ello las maniobras se centrarán en hacer que Colau pueda recibir los apoyos de la derecha españolista para continuar al frente del Ayuntamiento. Ella y su partido tendrán que valorar si se integran definitivamente en el proyecto favorable a la autodeterminación de Cataluña o si optan por apuntalar al orden español en sus episodios agónicos de dominación. Elegir el segundo camino permitirá a Colau retener el poder por un tiempo y contribuir a endulzar aún más la imagen internacional del unionismo pero el alineamiento definitivo del espacio de los comunes con el españolismo más ultra les conducirá a una implosión aún más intensa que la que ya han tenido y los condenará, probablemente, a la irrelevancia.
EL PUNT-AVUI