“Hay que rechazar siempre el papel de víctima. Nunca se obtiene nada con el papel de víctima”. Esta frase es de Oriana Fallaci (1929-2006), la gran periodista italiana que afirmaba que el periodismo no se estudia, sino que se hace. Una de las mujeres más valientes y de más coraje del siglo XX, y que podría dar lecciones a un feminismo, el del XXI, donde abunda quien se suscribe precisamente al victimismo. Fallaci, como en nuestra casa Montserrat Roig, escritora barcelonesa con muchos puntos coincidentes, si se caracterizaban por algo fue por vivir sin miedo, sin reparos, desafiando los límites que otros querían imponerles. Quizá por eso son dos figuras injustamente olvidadas.
El caso de Fallaci es de película (de hecho hay una, producida por la RAI en 2015) que no ha llegado todavía a ninguna pantalla de nuestra casa. Oriana era la hija de una familia humilde, de un albañil florentino, socialista y politizado, que no dudó en empujar a sus cuatro hijas hacia la cultura y el antifascismo (al parecer, la madre tenía orígenes catalanes). En una época en que llamarse antifascista tiene un punto de postureo importante, Fallaci (padre e hija) fueron verdaderos antifascistas, con las armas en la mano, luchando como partisanos contra el ejército alemán durante la ocupación del norte de Italia en 1944-1945. De hecho, la adolescente Oriana fue condecorada por su valor transportando armas y municiones atravesando el río Arno en la batalla por la liberación de la ciudad contra los nazis.
Pasada la secundaria, y después de un tiempo estudiando medicina en la universidad (en un mundo donde las mujeres eran minoritarias) prueba suerte con el periodismo. Y ya no lo dejará nunca. Se dedicará con pasión, como con pasión hacía cualquier otra cosa, y cómo pasión desprende su prosa, incisiva, crítica, ácida, implacable en la denuncia de cosas que no podía tolerar, como el cinismo, el postureo, la impostura, el partidismo de bajo vuelo. Otra de sus frases célebres, “el sentido de la libertad se pierde al encasillarse con el dogma, en la ciega certeza de haber conquistado la verdad absoluta”, merece ser memorizada por cualquiera que se dedique al periodismo o a la vida pública. Porque, a pesar de que Fallaci podría considerarse como aquello que en un pasado ideológicamente más diáfano se consideraba “progresista” o de izquierdas, no sentía piedad alguna cuando los “suyos” se comportaban como fanáticos dogmáticos al más puro ‘ayatolá’ (volveremos más adelante sobre el tema).
Instalada en Nueva York a partir de la década de 1950, se convirtió en uno de los referentes del periodismo de calidad, con reportajes sobre las triquiñuelas de Hollywood, sobre la carrera espacial, los incidentes raciales de la época de las luchas por los derechos civiles, o el choque generacional de los años 60. Llegó a ridiculizar a los jóvenes rebeldes progresistas de casa buena que participaban del vandalismo de las revueltas urbanas con la camiseta del Che, mientras “van a la escuela en todoterreno y al ‘night club’ con la camisa de seda”. Una mujer sin tolerancia por el sectarismo, sin miedo a la crítica ni a las maniobras de capillitas, que poco le importaba las críticas injustas ni los elogios interesados.
Fue una de las primeras corresponsales de guerra. Fue a la guerra de Vietnam una docena de veces, cubriendo las noticias desde el lado del ejército estadounidense, desde la de Vietcong y desde el mismo Vietnam del Norte. Y a todos, sin excepción, criticó por igual documentando las mentiras respectivas de sus aparatos propagandísticos y las diversas atrocidades de la guerra. No fue el único conflicto bélico que cubrió. Estuvo en Oriente Medio, en el conflicto intermitente entre India y Pakistán o en la guerra civil del Líbano. Y en una de esos viajes de corresponsal fue herida y a punto de ser dada por muerta, por una ráfaga de ametralladora disparada por el ejército mexicano durante la matanza de la Plaza de las Tres Culturas (donde fueron asesinados cientos de estudiantes en un crimen de estado (aún poco investigado) poco antes de la celebración de los Juegos Olímicos de México 1968.
Uno de los estilos en los que sobresalía era en las entrevistas. Fallaci entrevistó a personajes de la época como Yasir Arafat, Golda Meir, Deng Xiaoping, Giulio Andreotti, Henry Kissinger, Willy Brandt o Indira Gandhi. También lo hizo con Juan Carlos de Borbón y la reina Sofía en 1967, de quien dijo, en su correspondencia privada “Conozco bien a estos idiotas (…) No es sorprendente que Juan Carlos y Sofía se conviertan en reyes de España cuando muera el asesino [Franco] (…) son sus protegidos. Desde pequeño, Juan Carlos vivió bajo la sombra de Franco y es su robot obediente”. También entrevistó al ayatolá Jomeini, con quien tuvo una escena de tensión al comprobar lo estúpido fanático que era, y a media entrevista se quitó el chador que le habían obligado a colocarse para poder comparecer ante él, y le dijo a su cara que era un tirano. Ni pelos en la lengua, ni manías de ningún tipo, una actitud hoy inverosímil en una profesión miedosa y un público hipersensible.
Pese a su popularidad y reconocimiento por parte de la profesión, las cosas cambiaron con el cambio de siglo. Los atentados contra las torres gemelas del 11 de septiembre de 2001 la engancharon a Manhatthan, donde residía hacía décadas. Fue entonces, desde una visión de feminista y de antigua partisana contra el totalitarismo cuando escribió el libro ‘La rabbia e l’orgoglio’ (‘La rabia y el orgullo’, de 2001) donde, asumiendo las ideas de Samuel Huntington en torno al choque de civilizaciones, llegó a la conclusión de que el mundo islámico trataba de islamizar a un occidente incapaz de defenderse, que se había vuelto débil, que había renunciado a sus tradiciones, y que había abierto ingenuamente sus fronteras a millones de musulmanes que, llegados a occidente, se radicalizaban en vez de asumir los valores liberales de la sociedad de acogida. También cargaba contra la misoginia del islam, contra la imposición del velo, la destrucción del individuo y su libertad personal, las absurdas imposiciones religiosas y el componente totalitario del islamismo político. Este libro, así como varios reportajes, artículos y entrevistas hizo que la izquierda oficial la condenara al ostracismo intelectual. Ya enferma por un cáncer que se la llevaría cinco años después, fue difamada y silenciada. La realidad es que probablemente había pocas periodistas tan documentadas como ella, que conocía en profundidad el mundo islámico, que había entrevistado a la mayoría de sus dirigentes, y había convivido con muchos de sus ciudadanos y conocía bien la lógica de las sociedades musulmanas. Ella, precisamente que siempre reivindicaba la libertad de las mujeres (y que practicaba sin ningún tipo de complejo ni manías, con una vida personal donde hizo siempre lo que le parecía bien sin tratar de satisfacer a nadie) fue condenada a la marginación, a la invisibilidad, a la crítica implacable desde los púlpitos de la progresía oficial europea y americana. Defender su legado hoy, tiene sus riesgos, en un entorno donde fácilmente se reparten carnets maniqueos de buenos y malos en función de a quién defiendes y a quién criticas.
Si debemos hacer un resumen sobre el personaje: fue una mujer libre. Una mujer, que lo tuvo difícil, a la que intentaron silenciar y asesinar más de una vez, incómoda. Y sin embargo, a pesar de que la policía mexicana la dejó malherida, o que su vida corrió peligro desde su papel de corresponsal de guerra, nunca se consideró a una víctima, sino a una mujer que, con el periodismo, luchó por una sociedad más justa y libre.
Si estuviera viva, seguro que daría mucha vergüenza a muchas activistas que entienden el feminismo como una reivindicación del victimismo, y que no tienen el coraje ni la determinación que tuvo ella en la vida y en la escritura. Probablemente la tildarían de colonial, islamofobica, heteropatriarcal, tránsfoba o cualquier otro neologismo forzado y estéril. Ahora bien, no conozco muchas de éstas transportando armas para combatir a la Wehrmatch ni mandando a la mierda fanáticos –y peligrosos– ayatolás.
No sé si en las escuelas de periodismo se habla mucho de Oriana. Entre los nuevos feminismos parece desaparecida. Y sin embargo, es un personaje, a reivindicar sin duda.
MIRALL