El relevo en la Casa Blanca ha sacudido completamente el orden mundial. Más allá de las excentricidades del presidente Trump, es obvio que sus movimientos diplomáticos –acercamientos a Rusia, presión contra los vecinos, hostilidad verbal contra sus aliados– nos muestran que el orden vigente desde la caída del muro de Berlín en 1989 parece en vías de rápida extinción. Acostumbrados a entender el mundo como una división entre bloques (comunistas contra capitalistas), sin tiempo para digerir un mundo unipolar –la efímera unilateralidad de Washington, que apenas duró dos décadas–, nos encontramos ante un panorama geopolítico líquido, cambiante, donde alianzas y enfrentamientos se realizan y se deshacen en una era de inestabilidad creciente, y donde varias potencias emergentes desafiarán a aquellas en decadencia en un nuevo orden mundial precario, inestable y provisional. En cierta medida es como si lo que el neoliberalismo aplicó internamente a sus sociedades: una inestabilidad individual causante de degradaciones internas, se experimente también en el campo de las relaciones internacionales. Todo ello, si lo de antes no era precisamente una era de luces, los indicios apuntan a las perspectivas de una era de oscuridad.
Uno de los problemas del mundo de la comunicación actual –y de siempre– está en esa dificultad de distinguir entre información y propaganda. A pesar de las quejas sobre las redes sociales y las manipulaciones informativas –las de los demás, por supuesto–, lo cierto es que los medios convencionales se esfuerzan por extender la confusión entre una opinión pública que, en términos generales, no suele prestar demasiada atención a la política internacional ni tampoco goza de una gran formación sobre temas que cuesta entender. Es por ello que estas iniciativas surgidas desde el presidente Trump y su secretario de estado Marco Rubio, más que abominaciones como son presentadas en nuestros informativos, lo que representa es una modificación sustancial de las coordenadas políticas, sobre las que nuestros medios deberían explicar mejor, y dejaran de tratar a los espectadores como analfabetos.
Así, la deliberada voluntad de Trump de resolver el conflicto de Ucrania con un tratado de paz internacional desfavorable a Zelenski y la interlocución directa de Putin, no es que responda a la intrínseca maldad de ambos personajes, tal y como suele ser presentada, sino a otros aspectos más relevantes y de los que poco se habla. El primero, la derrota de la Unión Europea en general, y de Alemania en particular, en una guerra que podría haberse evitado. No es ningún secreto que las revueltas “de colores” en Kiiv, en Georgia, en otros lugares del área de influencia rusa fue una torpe operación de los servicios secretos de Berlín para hacer lo que tradicionalmente ha hecho la potencia alemana a lo largo de los siglos: extender la influencia económica y política hacia el este, como se fue haciendo durante el siglo XX.
Y es una historia repetida. Recordemos durante las guerras balcánicas de la década de 1990 cómo el apoyo alemán a la independencia Eslovenia y Croacia –al fin y al cabo habían sido territorios bajo la soberanía del Imperio Austro-Húngaro– degeneró en tensiones internas tanto dentro de Europa –Francia había sido aliada tradicional de los serbios y España asistía con terror a un conjunto de secesiones unilaterales–, mientras que una Rusia entonces noqueada por la doctrina de choque que aplicaron los tecnócratas occidentales a la economía postsoviética, había tenido históricamente a los serbios –ortodoxos, como ellos– importantes lazos culturales y políticos, así como una esfera económica y geoestratégica compartida. Y los rusos suelen no olvidar los agravios antiguos.
En esa era de propaganda por medios convencionales, se ha tendido a presentar el conflicto ucraniano como una cuestión moral. Se ha simplificado de forma maniquea como ucranianos buenos y rusos malos; de democracia occidental contra tiranía rusa. Y, ciertamente, la invasión militar unilateral de Moscú merece toda la censura posible, como toda guerra y violencia es éticamente reprobable, con la salvedad de la causa justa (por ejemplo, la autodeterminación). Ahora bien, en las relaciones internacionales, guiadas desde el principio del cinismo, no existe moral, sino intereses y objetivos. Y, ciertamente, Europa, que es quien ha propiciado esta guerra a partir de la obsesión alemana por extender su esfera de influencia –el colonialismo económico ‘soft’ que practica con Polonia o Croacia–, no puede dar lecciones a nadie. Francia ha utilizado la técnica de las dictaduras (el gobierno por decreto) para sacar adelante reformas unilaterales en la degradación de las pensiones (al igual que Putin); Turquía, una tiranía de libro dedicada a bombardear kurdos y participar en la limpieza étnica en Siria y Armenia y a desestabilizar el Mediterráneo oriental a base de financiar y promocionar movimientos islamistas es uno de “nuestros”, el mayor aliado de la OTAN, un ejército más grande, convenientemente depurado de militares demócratas; y qué decir de España, dedicada entusiásticamente a la represión antidemocrática del independentismo catalán, a practicar el ‘lawfare’ contra los disidentes, y con un buen grupo de presos políticos como Pablo Hassel, todavía entre rejas a diferencia de los estafadores aprovechados de la pandemia. ¡No!, no hablemos de moral, ni de democracia. Sino de bloques que antes tenían los intereses definidos, y que ahora, con un cambio radical en la Casa Blanca, y la derrota implícita en un conflicto militar cargado de irresponsabilidad, estamos empujados hacia unos equilibrios cambiados. Se ha hablado mucho de la incapacidad militar de Europa, que lleva años rebajando gasto militar (sin incrementarlo en servicios públicos o estado del bienestar, sino a base de rebajar impuestos a los ricos merced una enrevesada arquitectura fiscal). Sin embargo, ni Donald Trump es tonto, ni sus asesores, tampoco. Son conscientes de que, si quieren poner a raya a China –su rival más serio– deben evitar que Moscú se alíe con Pekín. Deben procurar llegar a un entendimiento con una Rusia que, finalizada la guerra fría, debería haberse incorporado a occidente, y, por el contrario, fue menospreciada y humillada (y ya he dicho que si los rusos son buenos en algo es en tener memoria). Las fantasías estratégicas de la ‘Mittel Europa’ se han desvanecido por completo con un conflicto que les ha implicado un deterioro industrial y comercial (sin la energía rusa barata, los ciudadanos alemanes han sufrido). Por el contrario, Turquía sí resulta el principal peligro para los europeos, manipulando movimientos migratorios, ha intentado desestabilizar el corazón de Europa, con su agenda propia de neootomanismo –con su obsesión por resucitar su papel de antigua potencia colonial, como está demostrando en Siria.
Con todo esto, ¿a dónde quiero llegar? Europa, club de estados, que es como decir, club de los Florentinos nacionales procurando a cada uno por sus intereses particulares y obsesiones políticas, ha perdido buena parte de su relevancia. Los británicos se marcharon. El club de Visegrado (Polonia, Hungría, Eslovaquia,, Chequia), es como si no estuvieran, cada vez más próximos a Rusia. Y en todo ese desbarajuste, Cataluña juega un papel fundamental. Más de lo que podríamos sospechar.
Porque Cataluña, evidentemente, es el punto débil de España. La brutal represión contra la decisión soberana de votar la independencia (quiero recordar que el referéndum fue legítimo y los resultados suficientemente claros, pese a la claudicación de unos dirigentes políticos que deben elegir entre cooptación o exilio), deja claro a todas las cancillerías que éste es un punto sensible irresuelto, y a pesar de las apariencias. La colaboración europea, más por omisión que por acción en esta violación flagrante del derecho universal a la autodeterminación hace que Cataluña se convierta también en un punto débil europeo. Y en una era de cambios en los equilibrios de poder internacionales, obviamente también puede jugar a desestabilizar al adversario. La historia de las descolonizaciones, de las independencias bálticas y balcánicas fue precisamente de eso, de operaciones diplomáticas para debilitar a los rivales. En este sentido, el independentismo, o al menos una parte, tiene la obligación moral de jugar a tantas bandas como sea posible para alcanzar sus objetivos. Son necesarios políticos sin reparos, porque, a pesar de las incertidumbres del futuro, esta nueva situación también lo es de oportunidades. Esto fue entendido incluso por alguien tan conservador como Francesc Macià, que no dudó en viajar al Kremlin para explorar apoyos militares y diplomáticos, como años antes los independentistas perseguían al presidente Wilson por los pasillos de Versalles. En un mundo ideal, se aplicaría el derecho de autodeterminación de forma pactada y transparente para resolver la mayor parte de conflictos internacionales. En un mundo real, es necesario pactar, si es necesario con el diablo, para alcanzar la libertad nacional.
EL MÓN