Durante el franquismo, una de las ventajas del catalanismo eran sus secretos no revelados, las cartas escondidas del activismo antifranquista, el trabajo sordo del topo que agujereando despacio la homogeneidad aparente de una sociedad severamente reprimida bajo la cobertura de la falsa paz de los cementerios y las cárceles: los hechos del Palau de 1960 serían su manifestación político-judicial más aparente. La represión subsiguiente aún cerrará más la dictadura en su círculo de ignorancia de lo que ocurre más allá de los espacios policiales, que intentan controlar un movimiento subterráneo y persistente, anclado en unas clases derrotadas por la guerra, pero que no se han dado por vencidas. Una situación que perdurará, como mínimo, hasta la fundación de la Asamblea de Cataluña, en 1971, y el II Congreso de la Cultura Catalana, en 1976, en el que ya se destapan nombres, corrientes y pensamientos, después de tantos años de trabajo silencioso, de penosos sacrificios personales y de recuperación de la esperanza colectiva, en los distintos ámbitos económicos, sociales y políticos del país. El período que se considera de ‘transición’ posfranquista, es decir, de 1975 a 1978, el catalanismo, con sus corrientes dominantes -comunista, socialista, convergente, democratacristiano-, entra en negociaciones con el Estado: acepta tácitamente la reforma suarista de 1976, participa en las elecciones de 1977, aporta dos nombres a la comisión encargada de elaborar la constitución de 1978, y, finalmente, hace el estatuto de Sau de 1979 integrando a antiguos franquistas o servidores del régimen.
Ahora el Estado conoce las cartas que puede jugar el catalanismo, tanto en los ámbitos llamados ‘sociales’ como en los de las élites dirigentes y su relación con movimientos de todo orden: obrero, enseñanza, sanidad, cultura, etcétera. Esto supone una ‘integración’ en el tejido hegemónico de la monarquía parlamentaria que se va creando ‘ex novo’ mediante los partidos políticos, los pactos socioeconómicos de la Moncloa y la organización territorial en comunidades autónomas. Ya no hay cartas escondidas, sustituidas por las cartas marcadas de las transacciones postelectorales para garantizar gobiernos en España, una práctica que el pujolismo convertirá en marca de fábrica y marchamo de garantía de estabilidad a lo largo de los veintitrés años de su hegemonía en Cataluña. En este periodo, el catalanismo que no acepta el ‘statu quo’ surgido de la integración del catalanismo antifranquista en el régimen monárquico es obligado de esconder sus cartas -creación de campañas, difusión de consignas, instrumentos y organismos de combate- para evitar represiones tan severas o más que las sufridas durante el franquismo: es un catalanismo que no negocia porque defiende directamente la independencia y, por tanto, debe llevar su lucha al terreno de la clandestinidad y de la marginalidad política, aunque con efectos persuasivos sobre un grueso del movimiento social que puede alterar la ‘pax sociovergente’; la tentación de probar la vía vasca demostrará los límites tanto de la capacidad logística y estratégica de este movimiento como las limitaciones de la sociedad catalana para aceptar una alternativa diferente a la de la monarquía constitucional; al igual que con los hechos del Palau de 1960, la condena a España del Tribunal de Estrasburgo en 1986 por el caso Bultó y la razzia del juez Garzón contra el independentismo en los Juegos Olímpicos de 1992 marcan un antes y un después en cuanto a la lucha sin intermediaciones entre el independentismo y el Estado. En esta tesitura, los partidos catalanistas integrados en el sistema monárquico de poder y representación aceptan tácita o explícitamente la persecución del independentismo para mantenerlo en una marginalidad que permita el control sociopolítico a partir de la rutina electoral y la paz social.
La relación desigual entre las estructuras de poder del Estado y las autonómicas, en parte subjetivas, en parte atizadas por el estrangulamiento económico y la esclerosis del pacto autonómico, lleva al estallido del estatuto de 2006, en la que el independentismo minoritario, el de las cartas escondidas, desarrolla una campaña de oposición a cielo abierto y pone las bases para convertirse en un movimiento de masas: la manifestación del febrero de 2006 de la Plataforma por el Derecho a Decidir es su primera muestra, con 80.000 manifestantes. Ahora el independentismo de los años ochenta y noventa, que había hecho un trabajo silencioso y constante a la manera del catalanismo antifranquista para conseguir ideas, liderazgos, organización y penetración social en los distintos ámbitos de representación institucional o no, se amalgama con nuevas corrientes de pensamiento para abrir una brecha en la manera de entender la democracia, la participación y, en definitiva, la resolución de la cuestión nacional a la luz del día: las consultas por la independencia, la manifestación de Òmnium de 2010 contra la sentencia del TC, la fundación de la ANC y la participación electoral de la CUP en las autonómicas del 2012 son los hitos más aparentes. De aquí a la posibilidad de generar una nueva hegemonía catalanista -esta vez, con la independencia como estrategia- había un paso: a partir de la manifestación de la Diada del 2012, el catalanismo integrado en el orden monárquico da un vuelco, es obligado por el movimiento de masas a encararse con el Estado y abre una brecha en el sistema de dominación española iniciado cuarenta años antes. Tras la consulta del 9-N de 2014, y antes de ganar las elecciones de 2015, este independentismo de masas, correlativo a las grandes manifestaciones de la Diada desde 2012, enseña claramente sus cartas con tanta convicción e intensidad como improvisación e ingenuidad, dado que una parte muy gruesa del movimiento no ha madurado lo suficiente como para pasar de la legitimación de la autonomía al clamor por la independencia, que dará el paso a la mayoría de edad a una velocidad vertiginosa cuando sufra en carne propia los golpes por su osadía democrática a raíz del intento de autodeterminación masiva del Primero de Octubre del 2017. Pero, a diferencia del catalanismo antifranquista, el Estado no permitirá al movimiento de masas independentista introducir su dinámica dentro del sistema constitucional y lo condenará a una marginalidad de facto -incluyendo la obstrucción continuada para impedir que gobierne con plenitud las instituciones propias-, que abarca desde la represión brutal del 1-O, la aplicación del 155, la condena de líderes social s y políticos en un proceso judicial sin garantías, la persecución continuada del movimiento en todos los ámbitos, hasta la aplicación apenas disimulada del 155 en la administración sanitaria a raíz de la crisis de Covid-19.
En vista del fracaso de octubre del 2017 en la consecución del objetivo inmediato de la independencia, el movimiento independentista está obligado a generar nuevos recursos para volver a la ofensiva en mejores condiciones. Y estos recursos no los puede esperar de liderazgos caducados, de partidos demasiado ensimismados en la disputa por el pequeño poder autonómico -tirando a regional-, ni de especulaciones teóricas con sabor de patronaje electoral -en este sentido, hay cuestiones que no son teorizables en términos de soberanías desgajadas, sino que se necesita capacidad y voluntad resolutivas a pie de obra para entenderlas en la práctica de cada día, y no en despachos o aulas: los presos y la represión, la pérdida de puestos de trabajo y la crisis económica que se nos echa encima, las libertades individuales y los derechos sociales no tienen otra salida, después de la experiencia de estos años, que la lucha concreta de cara a la creación de una soberanía única, en forma de Estado propio, que las coagule y las proteja contra los embates del Estado español y del capitalismo depredador que representa. Pero todo lo que no surja de las entrañas del movimiento concreto, de la recuperación del terreno social, la reunificación estratégica desde abajo, y de la formación de un nuevo grupo dirigente, no permitirá pensar en una salida a corto plazo distinta de la basada en el mero voluntarismo y, por tanto, en la repetición de los errores cometidos. Hay que tener presente, para empezar, que el independentismo tiene la unidad seriamente dañada por arriba y por abajo, tanto en las instituciones como en el Parlamento, en la calle y entre los intelectuales -la generación antigloblalización de Génova y Praga, el 15-M y el anticapitalismo independentista empieza a plegar velas ante la tarea descomunal de hacer la independencia para crear un Estado propio, por lo que se refugia en parcelas ‘soberanías’) donde se encuentra más cómodo sin plantear un plan unitario que las haga desembocar en una alternativa política general (‘soberanía’); por otra parte, las próximas elecciones autonómicas pueden significar, además de las disputas por el poder regional, una renovada aceptación, más o menos tácita o calculada -ahora las cartas marcadas serán los diálogos de mesa y sobremesa eternizados-, del orden monárquico y, en consecuencia, la cristalización irreversible de la fractura en términos estratégicos: o liberación o sumisión renovada, porque ya no habrá medias tintas.
Para superar esta fractura, habrá que ocultar de nuevo las cartas frente al Estado y sus servidores (confesos o no), hacer labor de topo y dotar al movimiento de una unidad basada en nuevas herramientas de conocimiento, nuevas herramientas organizativas y nuevos liderazgos, sin abandonar la lucha concreta, masiva, decidida y sostenida en el tiempo y en el espacio para una nueva autodeterminación democrática de masas, que debería significar, en suma, ganar la soberanía en esta parte de la nación.
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