En los últimos años estamos viviendo un auge imparable del fenómeno turístico y de ocio en general. No me referiré aquí al turismo en cuanto disfrute de los ciudadanos vascos en otras zonas del planeta, sino al turismo de acogida y al turismo interior y a las actividades de ocio-deporte dentro de los límites de nuestro país.
Es habitual escuchar a políticos y empresarios sus valoraciones benéficas sobre el turismo, que crea riqueza, la palabra mágica. En ese sentido es usado hasta la saciedad el llamado “Efecto Guggenheim”, capaz por sí solo de convertir a Bilbo en ciudad turística, un empeño que hace tan sólo veinte años hubiese parecido ridículo. Pero la cuestión es que ha funcionado y se ha extendido con sus adaptaciones locales. Al respecto, el geógrafo ingles David Harvey afirma que “en muchas ciudades tenemos una larga historia cultural que está siendo tratada como mercancía por la industria turística. Y luego está lo que llamamos la invención de la tradición, incluso la creación de nuevas historias, como alguien que encuentra un objeto histórico perdido y hace de él algo especial, construyendo un mito a partir de la nada. O cuando encargas una arquitectura de firma con la que consigues poner una ciudad en el mapa, como ha ocurrido en Bilbao”. La cita es larga, pero viene a cuento porque atina de lleno en lo que intentamos tratar en el artículo.
Estamos asistiendo en estos últimos años a una aceleración imparable en este amplio terreno de actividades de ocio y turismo. La construcción de puertos deportivos en innumerables localidades costeras, o de campos de golf en otras, son buenos ejemplos de ese vigoroso impulso que ofrece pingües beneficios a las empresas constructoras. Otro frente abierto es el de los llamados “parques temáticos”, como los existentes en Karrantza y Argedas, sustanciados en la exhibición de animales, a los que hay que unir la duplicación de cuevas con el fin de mostrar pinturas rupestres y modos de vida primitivos. En Deba, Urdazubi o la misma Karrantza hay ejemplos de ello.
Pero no residen ahí los grandes males que se nos avecinan. La tendencia generalizada a vivir en las ciudades y pueblos costeros nos puede llevar al desastre. Es ya evidente el crecimiento urbanístico de localidades marítimas, algunas de ellas, como Zarautz, se acercan al máximo de su posibilidad de crecimiento y desvian su expansión hacia la vecina Orio. Los cambios que ha experimentado ésta última en los últimos años han sido enormes. La primitiva zona de dunas ha dado paso a un puerto deportivo, un hotel y edificios de apartamentos. Es cierto que se ha mantenido parte del arenal, pero la urbanización de las inmediaciones de la playa de Antilla es prácticamente completa, con calles, bidegorris, farolas y OTA incluidos. Como en una ciudad cualquiera de Euskal Herria. Y no es la única. Greenpeace acaba de publicar un informe demoledor sobre el tema.
Asimismo, se constata un cambio estructural indudable en laz zonas rurales. Cada vez un mayor número de explotaciones agrícolas dan paso a hoteles rústicos o, en el mejor de lo casos, a casas de agroturismo. La terciarización de nuestro campo avanza a velocidad de crucero, apoyada de forma clara desde las actuales instituciones. La “salida” del turismo es la más habitual, desde el Pirineo con pistas de esquí, hasta el Ebro, con fiestas medievales o vinoterapia. Parece que no existen más alternativas que reconvertir al país en una especie de Eusko-landia de postal, carrera en la que los ayuntamientos participan alegremente con recuperaciones de viejos usos y costumbres, folklore vario y pintorescas exhibiciones en las que toman parte los propios vecinos. Basadas en la historia o en la ficción, el caso es que atraen público. La caza del visitante-consumidor se convierte en una obsesión, ya que se vende la idea de que es la única manera de impulsar los municipios donde la industria no es muy boyante.
Y es que además estamos a la última, porque tenemos los mejores “artistas gastronómicos” del planeta Michelin y además disponemos de enormes extensiones de viñas proclives a convertirse en pequeñas mansiones tipo Falcon Crest para “modernos” desquiciados y aburridos de “lo de siempre”. La bodega de Frank O. Gehry en Eltziego es paradigmática al respecto. Y la “oferta cultural” es inmensa, casi indigerible.
Y esto no ha hecho más que empezar. La por así llamada turistificación del territorio navarro seguirá impetuosa, ya que los designios de la economía del siglo XXI así lo demandan. Entre tanto, nuestros rectores y guías políticos, seguirán enfrascados en bizantinas discusiones sobre el fuero y el huevo, para pasmo de la mayor parte de la ciudadanía, desnortada en muchos casos y más preocupada por el índice Euribor y su repercusión en su hipoteca, que por la conservación de su territorio en condiciones dignas.
De las repercusiones futuras de este cambio histórico casi nadie se preocupa, no existe debate alguno con una mínima profundidad, y la tendencia “turisficadora”, lejos de aminorar, crece en términos geométricos. A la dificultad derivada de ser un país pequeño, le podemos añadir muy pronto la de encontrarse absolutamente saturado de “hitos” turísticos, culturales y de ocio. Y lo peor de todo es que, encontrándonos en la curva ascendente y sin saber cuando cambiará la tendencia, sabemos que en ese momento ya será demasiado tarde.