Un grupo de expertos centristas de Europa, del Sur Global y, tras la victoria electoral de Donald Trump, de los Estados Unidos, cree que Occidente está en declive. Sin duda alguna, nunca se había concentrado tanto poder en tan pocas manos (y en tan pocos códigos postales) en Occidente, pero ¿esto significa que el poder occidental está condenado?
En Europa existen buenas razones para abrazar el discurso del declive. De la misma manera que el Imperio Romano trasladó su capital a Constantinopla para extender su hegemonía un milenio más, abandonando Roma a merced de los bárbaros, el centro de gravedad de Occidente se trasladó a Estados Unidos, dejando la Gran Bretaña y Europa en un estancamiento que las está haciendo más inertes, atrasadas e irrelevantes. Pero existe una razón más profunda para el fatalismo de los expertos: la tendencia a confundir el declive del compromiso de Occidente con su propio sistema de valores (derechos humanos universales, diversidad y apertura) con el declive de Occidente. Como una serpiente que muda su piel, Occidente está ganando poder al desprenderse de un sistema de valores que sostuvo su ascendencia durante el siglo XX, pero que en el XXI ya no sirve a este objetivo.
La democracia nunca ha sido un requisito para el surgimiento del capitalismo, y lo que ahora consideramos el sistema de valores de Occidente tampoco lo es. El poder de Occidente no se construyó sobre principios humanistas, sino más bien sobre una brutal explotación doméstica, junto con el comercio de esclavos, el comercio de opio y varios genocidios en América, África y Australia.
Durante su ascenso, el poderío occidental se desbocó en el extranjero. Europa envió a millones de colonos para subyugar pueblos y extraer recursos. Los europeos simularon que los nativos que se encontraban no eran humanos y declararon su tierra ‘terra nullius’, una tierra sin gente para los colonos que la ansiaban –el primer acto de cada genocidio desde América, África y Australia hasta en la Palestina de hoy–. Pero, mientras que en el exterior era inexpugnable, en casa el poder occidental recibía el desafío de las clases bajas miserables, que se sublevaron en respuesta a unas crisis económicas causadas por el hecho de que la mayoría no podía consumir suficientes bienes de los que se producían en las fábricas de unos pocos. Estos conflictos desembocaron en conflictos armados de escala industrial entre potencias occidentales que se disputaban los mercados, y culminaron en dos guerras mundiales.
Como resultado, las élites occidentales tuvieron que hacer concesiones. A nivel nacional, aceptaron la educación, los sistemas de salud y pensiones públicos. En el plano internacional, la indignación frente a las guerras crueles y los genocidios de Occidente condujo a la descolonización, las declaraciones universales de derechos humanos y los tribunales penales internacionales.
Durante un par de décadas tras la Segunda Guerra Mundial, Occidente se cebó en el cálido brillo de la justicia distributiva, la economía mixta, la diversidad, el imperio de la ley en casa, y un orden internacional basado en reglas. Desde el punto de vista económico, estos valores se vieron extraordinariamente favorecidos por el sistema monetario mundial de planificación centralizada diseñado por Estados Unidos y conocido como Bretton Woods, que permitió a EE.UU. reciclar sus excedentes hacia Europa y Japón, básicamente dolarizando a sus aliados para sostener sus propias exportaciones limpias.
Pero en 1971 Estados Unidos se había convertido en un país deficitario y, en lugar de apretarse el cinturón al estilo germánico, dinamitaron Bretton Woods y dispararon su déficit comercial. Alemania, Japón y más tarde China se convirtieron en exportadores netos, y sus ganancias en dólares se enviaron a Wall Street para comprar deuda pública estadounidense, propiedades inmobiliarias y acciones de empresas en las que EEUU permitía invertir a los extranjeros. Entonces, la clase dirigente estadounidense tuvo una epifanía: ¿por qué fabricar cosas en casa si se podía confiar en que los capitalistas de fuera enviarían tanto sus productos como sus dólares a Estados Unidos? Así que exportaron líneas de producción enteras al extranjero y desencadenaron la desindustrialización de las zonas manufactureras centrales de EE.UU.
Wall Street estaba en el centro de este nuevo y audaz mecanismo de reciclaje. Para desempeñar su papel, debía actuar libre de trabas. Pero la desregulación generalizada necesitaba una economía y una filosofía política que le apoyaran. La demanda creó su propia oferta y nació el neoliberalismo. En poco tiempo, el mundo estaba inundado de derivados que surfeaban el tsunami de capital extranjero que inundaba los bancos de Nueva York. Cuando la ola rompió en 2008, Occidente también estuvo a punto de romperse.
Los líderes occidentales, presas del pánico, autorizaron que se acuñaran 35 billones de dólares para reflotar a los financieros, mientras imponían la austeridad a sus poblaciones. La única parte de aquellos billones que realmente estaba invertida en maquinaria se destinó a construir el capital en la nube que les dio a las grandes tecnológicas su poder omnipresente sobre los corazones y mentes de las poblaciones occidentales.
La combinación del socialismo para los financieros, el colapso de las perspectivas para el 50% más pobre, y la entrega de nuestras mentes a las grandes tecnológicas dieron lugar a lo que podemos llamar un ‘Occidente feliz’, cuyas arrogantes élites no ven mucha utilidad en el sistema de valores del siglo pasado. El libre comercio, las normas antimonopolio, las emisiones cero, la democracia, la apertura a la migración, la diversidad, los derechos humanos y el Tribunal Internacional de Justicia han sido tratados con el mismo desprecio con que EEUU había tratado a los dictadores amigos –sus “propios bastardos”– cuando habían dejado de serles útiles.
Con Europa impotente por su incapacidad para federar el poder político después de haber federado su dinero, y el mundo en desarrollo más endeudado que nunca, sólo China se interpone en el camino de Occidente. Sin embargo, la ironía es que China no quiere ser un poder hegemónico. Solo quiere vender su mercancía sin impedimentos.
Pero ahora Occidente está convencido de que China representa una letal amenaza. Al igual que el padre de Edipo, que murió a manos de su hijo porque creyó la profecía de que su hijo le mataría, Occidente se esfuerza incansablemente en empujar a China a dar el paso y a desafiar seriamente el poder occidental, por ejemplo convirtiendo los BRICS en un sistema similar al de Bretton Woods pero basado en el renminbi.
En 2024, Occidente se ha seguido fortaleciendo. Pero, con su sistema de valores en las cloacas, también se ha vigorizado su afición a construir el propio declive.
Yanis Varoufakis es ex ministro de finanzas de Grecia
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