Nubes negras amenazan la situación económica de Italia, aseguraba la prensa de aquel país el mismo día en que el señor Rodríguez Zapatero inauguraba la presidencia semestral europea con discursos banales y optimistas y con un espectáculo de danza flamenca, signo de identidad cultural, emblema de España. Ya sabemos que Italia es un país mal organizado, con una clase política de calidad dudosa, con un gobierno de proclamas reaccionarias, con un presidente que ya no hay que definir (y que me resulta especialmente desagradable por muchos aspectos). Lógicamente, por lo tanto, las nubes negras deben de ser consecuencia del mal gobierno que gobierna los italianos, no como el nuestro, que es ejemplar, serio, progresista y de una eficacia indudable. Las nubes, aquí, ya se sabe que son blancas y rosadas, sobre un cielo azul, y que esto de la crisis, si existe, ya lo superaremos velozmente, no somos tan pesimistas como otros: Zapatero dixit. Está claro, también, que en el País Valenciano, según dijeron Camps y compañía, somos y seremos los primeros en salir, gracias a políticas gloriosas de resultados evidentes. ¿Y cuál es el contenido del nublado italiano? Bien, según la prensa y el Instituto de Estadística, la nube más grande y más negro es la desempleo, que a finales del 2009 había aumentado en cerca de 400.000 personas respecto al año anterior. Insoportable, negrísimo. Tan negro, que la tasa de paro ha llegado hasta el 8,3%, cosa no vista en muchos años. O sea que, ahora mismo, los parados ya llegan al límite de los dos millones, y esto es una tragedia, de la cual, obviamente, tiene la culpa ese gobierno irresponsable y frívolo. No como aquí, que con un gobierno serio como ningún otro, sólo hemos llegado al 19% de paro, y a los cuatro millones de personas sin trabajo (en un país con cerca de veinte millones menos de habitantes). Aquí, los nubecillas son primaverales, y no hay que preocuparse. En todo caso, ya levantaremos más aceras y las volveremos a cubrir con otro “Plan E(spaña)”, signo de modernidad y de progreso. Ya haremos más kilómetros de AVE para ir volando a Madrid, signo de fe en el futuro. Y sobre todo, ahora que somos presidentes eventuales de Europa, ya explicaremos a los vecinos cómo se hace una buena política económica, que de ésto, por el que he escuchado y leído, nuestros prohombres y promujeres saben más que nadie: escuchan al presidente, a la vicepresidenta, y a la ministra del ramo.
Nosotros no somos italianos. Allá, si el paro ha subido hasta el 8,3%, la culpa la debe de tener Berlusconi. Aquí, si sólo llega al 19% (y subiendo…), el mérito es de Zapatero, puesto que sin sus planes “E” y otros aciertos memorables, todavía sería mucho peor. Aquí, durante la pasada década prodigiosa, o década y media, cantábamos las glorias del camino triunfal de la economía española, una dirección luminosa: el crecimiento de PIB era mucho más alto que en el resto de Europa, se creaban más puestos de trabajo, el déficit público había desaparecido (pero el gasto social era de los más bajos de Europa, cosa que no alteraba la alegría de la administración socialista), y los gobiernos sucesivos se atribuían sin empacho el mérito del milagro: éramos los mejores, la envidia del continente, la sonrisa de oreja a oreja, the Spanish milagro. Perfecto, pero esto no podía durar. Porque España no crecía porque aumentaba la productividad general (de hecho disminuía, al menos comparativamente), ni porque la manufactura, la agricultura o los servicios de más valor y calidad incrementaban sólidamente la riqueza. Pero se construían muchas casas, muchísimas: de cada diez viviendas nuevas en Europa, cuatro en España, una cosa increíble, imposible. El mayor despilfarro de recursos que ha conocido la historia, la mayor burbuja, la mayor barbaridad colectiva. Estallará un día, indefectiblemente, pensaba yo, ignorante en materia económica, y nadie quiere saber qué pasará. El gobierno, mientras tanto, tan contento, y el país también. ¿Que más podíamos pedir? ¿Pensar en la balanza de pagos, la más brutalmente negativa de ningún país del mundo? No hace falta: ya devolveremos el dinero algún día. ¿Pensar que tenemos un problema profundo y muy serio? De ninguna forma: ¿cómo podemos tener un problema, si somos los mejores? Y ahora, cuando la realidad destruye por fin la fantasía, la culpa, como siempre, la tienen otros. Insensatos. Los griegos le llamaban hybris, soberbia sin cordura. Y cuando a la insensatez se une la frivolidad, los resultados pueden ser históricos: no un nublado negro, sino una larga y humilde travesía del desierto.