En los últimos días, hemos vuelto a escuchar el habitual debate sobre cuántos votos son necesarios para ganar la independencia de Cataluña. Si deben ser 50%, o muchos más; si se puede ganar un proceso con la mitad de la gente en contra, etcétera. Se ha repetido hasta la saciedad dos cosas que nadie con dos dedos de frente rechazará, creo; primero, que es mejor un proceso democrático donde los votos decidan, y segundo, que es mejor que el máximo de gente apoye la independencia. Quisiera dejar claro que creo firmemente en estos dos principios, y entiendo que son elementales e irrenunciables. El máximo apoyo popular es lo que nos puede dar más legitimidad moral, reconocimiento exterior, y tantas otras herramientas que también son necesarias.
Pero que lo deseemos y lo creamos así no quiere decir que siempre en la historia haya sido así, o que sea lo más habitual; y mucho menos que sea el único proceso factible. Es más, muy a menudo el porcentaje de gente que vota una u otra opción no ha sido el único factor, ni el más determinante, al decidir la soberanía de un país. La mayoría de las veces ni siquiera se ha celebrado votación alguna, y las independencias se han decidido sin que a la población se le preguntara ni pío. De acuerdo que se trata en muchos casos de procesos antiguos, pero también los hay un montón recientes; y vale la pena recordarlos.
Empezando por la democracia decana y más poderosa del planeta; nadie votó la independencia de los Estados Unidos. Hubo una guerra, o una revolución, en la que los detractores fueron muchos. El líder revolucionario John Adams hizo una célebre estimación en 1815, en la que calculaba que un tercio de los colonos estadounidenses estarían en contra de la independencia, empatados con un tercio a favor y -en medio-, una masa de indecisos. Algunos autores hoy sostienen que Adams se excedió de optimista y barrió para casa; que lo más probable era que de entrada los independentistas no pasaran del 15%. Pero proclamaron su libertad, lucharon con tenacidad, y hacia el final del conflicto ya habían tumbado muchas voluntades.
En el caso de las independencias del imperio español tenemos muy poca información, aunque sea aproximativa. Sabemos que se decidió por las armas, con una larga guerra de más de veinte años, y que la resistencia a la separación fue muy fuerte, sobre todo en los bastiones realistas del Perú y México. Sólo en Chile se hizo un plebiscito con recogida de firmas, en 1817, que no salió de la capital y que sólo reunió votos afirmativos. Por lo tanto es imposible saber cuántos habrían votado que sí y cuantos que no. En América latina se consumaron las independencias sin conocer la opinión de las poblaciones implicadas.
En el caso de Cuba, más tardío, tenemos algún dato. Los cubanos enviaban diputados a Madrid que, a finales del XIX, eran todos unionistas; cuando se instauró el Parlamento cubano, en plena guerra, evolucionó un poco la cosa y salieron elegidos un 80% de autonomistas… pero ningún independentista declarado. Mientras tanto, en la isla se desataba un conflicto armado, el cual hasta la intervención de los Estados Unidos fue siempre favorable a los españoles. Y según los cálculos recientes del historiador John Tone, había más voluntarios cubanos luchando contra la independencia que entre los ‘mambises’ de Martí y Maceo. A partir de estos indicios podemos hacer las cuentas que queramos, pero en todo caso es evidente que había una parte importante de Cuba que no deseaba la independencia, y que el desenlace final no lo decidieron las urnas. El caso de Panamá, también con fuerte implicación de EE.UU., podría ser comparable; no está nada claro que la mayoría de los panameños prefiera escindirse de Colombia en 1903.
Pasando a épocas más recientes, aún tenemos multitud de casos en los que no se ha celebrado ningún referéndum digno de tal nombre. En el caso de la URSS, sí que hubo un referéndum en 1991, pero sobre la URSS, y un 80% de los ciudadanos apoyaron la idea de una Unión renovada. En lugares como Turkmenistán (98,3%) Kazajstán (95%) o Ucrania (71,5%), los resultados fueron muy claros. Pocos meses después, se hundía la Unión, comenzaba la desbandada y se proclamaban independencias sin más. Y curiosamente en varias repúblicas no se hicieron votaciones, ni siquiera para rubricar los hechos consumados. En tales casos, sabemos lo que votó la gente sobre la URSS, apoyándola con decisión… pero a la hora de la verdad la independencia llegó sin consultar a los ciudadanos.
No son los únicos casos de independencias involuntarias; África francesa había precedido a la URSS con un proceso similar, cuando votó masivamente por permanecer dentro de la Unión francesa en 1958, y pocos años más tarde se deshizo del imperio y se encadenaron las secesiones -en muchos países sin volver a votar nada de nada-. También tenemos el caso aparte de Singapur, que fue literalmente expulsada de Malasia en 1965, contra su voluntad, y se convirtió en una ciudad-estado. Más conocido es el caso de Chequia y Eslovaquia, donde según las encuestas había un apoyo muy escaso en la separación (36 y 37% respectivamente), y aún así en 1993 se consumó la ruptura. Los dirigentes de ambos países así lo decidieron, de espaldas a las urnas.
Finalmente, están los casos donde se ha votado y el resultado ha sido favorable a la independencia, pero los contrarios no se han movilizado suficientemente. Es el caso del referéndum catalán del 2017, y como veremos es una situación bastante corriente, no resulta tan excepcional como podríamos pensar. El problema surge cuando se intenta deslegitimar el voto diciendo que la mayoría está en contra. En realidad, esto no lo podemos decir porque no se ha comprobado. Lo que sí sabemos es que los votos independentistas, contados sobre el censo total, no son mayoritarios; pero no podemos especular mucho más allá de eso, porque no lo sabemos. Y digámoslo claro, en la mayoría de casos, sea en referendos o elecciones, los que no votan no son contados en ningún sentido.
Ahora bien, si hacemos la trampa, y calculamos los votos sobre el censo, y no sobre los que se han tomado la molestia de votar, tenemos muchos resultados por debajo del 50%. En Liberia en 1846, se consumó la independencia con un 34,3% de votos favorables. En Malta en 1956, con un 45,4%. En Sudáfrica en 1960, con un 47,5%, pero sin la población negra, que no tenía derecho a voto; si contáramos esta, Sudáfrica se habría proclamado República con el 9’5% de apoyos. Y luego tenemos el célebre caso de Montenegro, que en 1992 se pronunció por quedarse en Yugoslavia con un 64% afirmativo sobre el censo, y alegremente 14 años más tarde se desdijo con un 48% a la hora de separarse de Serbia. Por no hablar del Brèxit, en el que los británicos se independizaron de la UE con un 37,5% del censo.
Huelga decir que, en todos los casos citados, no se ha aplicado nunca la trampa mencionada más arriba. El resultado válido siempre se ha calculado sobre los votos válidos emitidos, como debe ser. Y se ha acatado sin disputas la voluntad de los votantes. No es el caso de Cataluña, como saben, ya que el 90,2% de votos afirmativo de los votantes, el año 2017, ha sido expresamente encogido al 38,7% del censo con el fin de invalidar el voto. Después de todo, esta ingeniería se aplica sobre una base muy débil; la hipótesis de que todos los abstencionistas habrían podido ir a votar, y que todos habrían votado negativamente.
Así que digámoslo claro; si el año 2017 no se hizo efectiva la independencia, no fue por el resultado del referéndum. Como hemos visto, en otras latitudes y en todas las épocas hemos tenido independencias menos votadas que la de nuestro país, o nada votadas. Y todo el repaso histórico de los procesos en todo el mundo nos debe servir para concluir que lo que realmente pesa, a la hora de determinar la soberanía, es la fortaleza global del país aspirante. Sin fortaleza no hay independencia, pase lo que pase en las urnas. Puede que algún día en Cataluña votara el 80% del censo, y el voto favorable fuera del 60%, todavía esto no sería reconocido, y continuáramos inmersos en la situación de los últimos años.
Los votos son muy importantes, y cuanto más porcentaje mejor. Faltaría más. Pero la independencia de un país, nos guste o no, depende de otros factores. En resumidas cuentas, lo que resulta determinante es la fuerza; nos gustaría que la fuerza de los votos fuera suficiente, pero está visto que no siempre es así. La fuerza que faltó el Primero de octubre no se puede imputar sólo al voto (que quisiéramos aumentar, claro). En realidad, el éxito reside mucho en otros factores, que van desde el apoyo internacional hasta el control del territorio, pasando por la solvencia financiera, el concierto de los ‘mass media’… Y por desgracia, también la fuerza de las porras y los tribunales, que obedece a un factor crucial; la potencia del rival.
El problema principal de 2017 fue que no éramos lo bastante fuertes, no que no éramos suficiente gente. Es bueno ser muchos, pero sobre todo hay que ser muy sólidos. Este problema persiste, y si no lo sabemos resolver, siempre costará mucho aplicar lo que decidimos en soberanía. Ahora, si mientras tanto nos aburrimos, nos podemos entretener a hablar de porcentajes.
EL MÓN