No habrá liberación nacional sin liberación mental

¿Cómo se explica que un pueblo que en 2017 se ganó la admiración del mundo por la cívica y democrática firmeza con la que defendió sus derechos nacionales, entregue en 2024 el gobierno del país a su opresor? Parece el juego de los disparates, ¿no? Pues sí, racionalmente es un contrasentido. Pero lo que la razón no explica, a menudo lo explica la psicología, que es, en definitiva, otra vertiente de la razón. Cataluña no es una nación que haya visto arrebatada su condición de Estado hace poco tiempo y que ahora quiera recuperarla. Cataluña era un Estado, sí, pero hace tantos años que lo dejó de ser, que ya no se acuerda. Y es que más de tres siglos de cautiverio son muchos años. En la historia del universo son una brizna de polvo, ciertamente, pero en la historia de los pueblos implican trece generaciones. Y trece generaciones cautivas difícilmente pueden ser asertivas.

No es verdad, por tanto, que el llamado proceso catalán tenga diez años de existencia, como pretenden algunos. Tiene más de trescientos, ya que fue al día siguiente de la subordinación de Cataluñya cuando empezó sin que nadie le pusiera nombre. Las primeras generaciones conservaban viva la memoria de los estragos que les había comportado la invasión española y las atrocidades que los invasores habían cometido en forma de crímenes y violaciones de mujeres y niñas. Si entonces hubiera habido televisión, ahora mismo nos estremeceríamos, viendo las imágenes. En los libros de historia encontramos un relato de estos hechos. Con el paso del tiempo, sin embargo, los recuerdos se borran, las convicciones se tambalean, se relativiza el pasado, se opta por contemporizar y no son pocas las voces interesadas que, para justificar su claudicación, dicen que hay que pasar página y mirar adelante. Pero, ¿cuál es el horizonte que tiene delante, un pueblo cautivo?

Así es como, poco a poco, en la cuarta generación, la conciencia de haber sido una nación libre se ablanda, pierde grosor, y los pocos insumisos que quedan son percibidos más como un elemento pintoresco que como una fuerza de resistencia. Sin embargo, depende de la firmeza y perseverancia de esta minoría insumisa de que la llama no se apague, y en esto Cataluña ha sido afortunada, porque ningún decreto Nueva Planta ni ningún régimen español han podido aniquilar su voluntad de ser. El crecimiento espectacular del independentismo lo demuestra.

Entonces, preguntará alguien, ¿cómo se explica la suspensión de la independencia minutos después de ser proclamada y la infructuosa mayoría absoluta de 74 escaños independentistas en el Parlament? Se explican por las razones psicológicas que decía al principio. No hay ningún catalán que no haya nacido en cautividad. Ninguno. Y así ha sido desde hace trece generaciones. Trece generaciones durante las cuales Cataluña, sometida a España, no ha podido tomar ninguna decisión importante sobre sí misma. Trece generaciones de catalanes obligados a llamarse españoles, obligados a ir por el mundo con un anillo en la nariz en forma de pasaporte que dice “España”, obligados a someter al visto bueno español la más insignificante de las leyes aprobadas por su Parlament e impedidos a debatir algo que tenga que ver con su independencia. Trece generaciones de catalanes cautivos que nunca, jamás en la vida, han gozado de medio segundo de libertad, de la libertad de la que gozan los ingleses, daneses, portugueses o japoneses. Trece generaciones con bozal y ligados a una correa. ¿Cómo demonios podemos esperar que de la noche al día los catalanes de hoy se quiten de encima todo ese lastre, ahuyenten su tradicional desconfianza en las propias fuerzas y se comporten tan asertivamente como si fueran ingleses, daneses, portugueses o japoneses? No tener Estado propio invisibiliza al pueblo que hay detrás, y tener que explicar cada minuto quién eres acaba por hacerte creer que quizás no eres nadie.

Las mujeres llevan muchos más siglos que los catalanes subordinadas, llevan toda la historia de la humanidad subordinadas a un mundo patriarcal, y es ahora, ahora, cuando su proceso de toma de conciencia y de empoderamiento están empezando a lograr. Es un proceso lento, porque para que haya una evolución colectiva es necesaria primero una evolución individual, y cada individualidad tiene su velocidad. Por idéntica razón, un proceso de liberación nacional es imposible si no va precedido de un proceso de liberación mental individual. Y los catalanes nunca veremos reconocida nuestra identidad en el mundo si antes no la reconocemos dentro de nosotros. Este paso es vital, porque una vez tienes claro quién eres, ya no hay porrazos, ni cárceles, ni sanciones, ni persecuciones, ni exilios que puedan lavarte el cerebro.

La victoria de Salvador Illa en estas últimas elecciones la ha propiciado no un hecho concreto, sino factores psicológicos; factores como el desencanto derivado de los días posteriores al Uno de Octubre, la profunda frustración causada por el vértigo sobrevenido tan cerca de la cima, el vacío del discurso pretendidamente independentista, la falta de compromiso para desafiar a España, para desequilibrarla económicamente y ponerla contra las cuerdas, la vuelta al autonomismo más servil y la cantinela de la gestión del día a día para esconder, en definitiva, que todas las políticas sociales, todos los recursos para mejorar la vida de los catalanes, absolutamente todos, dependen de la independencia del país. Sin independencia, sin libertad, sin Estado propio, Cataluña será cada día más pobre, cada día más insignificante, cada día más reducida a las cuatro provincias herméticamente delimitadas por el franquismo y por Salvador Illa: ‘Barcelona, ​​Tarragona, Lérida y Gerona’.

En todo país carente de autoestima, o con bajos niveles de autoestima, la autolesión se convierte en algo habitual. La desconfianza en las propias fuerzas y el miedo a enfrentarse al opresor hace que canalice la frustración contra sí mismo hasta el punto de experimentar un placer morboso cuanto más doloroso es el azote. Haber favorecido la victoria de Salvador Illa, sea quedándose en casa o votándolo directamente, forma parte de esa canalización. Pero no desfallezcamos, porque el Proceso, el de verdad, no el mediático, sigue vivo y dará frutos. Ahora cuesta imaginárselos, pero los dará. Y el detonante, contrariamente a lo que tal vez pensemos, no será por ningún cataclismo, sino por un hecho puramente accidental sin concordancia con sus consecuencias. Salvador Illa es sólo uno de los muchos escollos del camino. Pobrecitos, creen que nos han vencido; dejémosles que se lo crean. Cuanto más arriba suban, de más arriba caerán.

EL MÓN