No guardar los cambios

Mitt Romney, rival de Obama en 2012, es uno de los altos cargos republicanos más en boga en Estados Unidos, un señor de voz sólida y calmosa, aquel suegro exigente pero afable. Quizá por contraste con Trump: la gente añora los tiempos en que la elegancia y el ‘savoir faire’ (‘saber hacer’) disimulaban el conflicto, y exalta las formas y los formalismos porque atacar la fibra ideológica del presidente implica asumir que su victoria es culpa de quienes no han sabido ordenar una alternativa lo bastante persuasiva. Un poco como aquí, cuando los noventa años de Pujol realzan su legado, o cuando llaga la decadencia española para no ver cómo tenemos la casa.

El otro día Romney hizo que se le cayera la baba a media burguesía demócrata porque, mientras seguía una caminata de protesta antirracista, se atrevió a decir a una cámara que ‘las vidas de los negros importan’. Que lo piense no debería ser noticia, pero que haga tranquilamente suyo lema del que hasta ahora cualquier dirigente republicano de renombre había huido, es un indicador muy claro de cómo se mueve el agua. Cuando un protector de todo lo establecido hace suya una consigna de la calle, los que la han acuñado deben replantearse qué falla. Normalmente es señal de que la calle va ampliando el margen de los cambios posibles y el sistema se apresta para mantenerlos en el mínimo. La clave es si la élite es lo suficientemente hábil como para apoderarse de ellos y obstruir el progreso material, a base de una renovación estética y puramente discursiva.

Si Romney pronuncia, sin despeinarse, un lema que hasta hace poco era considerado una desviación radical, es fácil considerarlo un éxito y estancarse. Por eso lo pronuncia, seguramente. Y ahora ya sé que el conflicto político catalán no tiene derecho de compararse con nada, porque después de todo no estamos tan oprimidos, y ser españoles no está tan mal. Tampoco es lo mismo comparar que equiparar. Pero el fenómeno Romney, como las genuflexiones de otros altos cargos estadounidenses que exprimen el simbolismo para reducir la presión de quienes les piden resultados, sirve para explicar algo muy paradójico que ha pasado en este país nuestro en los últimos años.

El proceso tenía, al menos al principio y en los puntos álgidos donde la calle dominaba, un componente de impulso revolucionario muy importante, en la medida que buscaba desmantelar el ‘statu quo’ y abría la puerta a cambios estructurales en el sistema. Pero subcontratamos su éxito, porque consideramos que era necesario que del mismo se encargaran los políticos, que a la vez están enredados por el sistema. En la calle no previmos dos cosas: primera, que éramos nosotros quienes teníamos la última palabra. La capacidad de hacer avanzar el marco de consenso en la política catalana, y empujar a los Romney no sólo a decir, sino a hacer. Por eso delegamos. Y segunda, que supeditábamos el destino del proceso revolucionario a quienes no estaban dispuesto a culminarlo.

El progreso político suele funcionar así. Hay algo mal resuelto, la gente lo sabe, o lo sufre, y de repente hay una gota que colma el vaso y, por efecto mariposa, genera las condiciones ambientales para que la gente fuerce los cambios, a base de exceder y desafiar. Cuando empieza a salir, o tiene posibilidades, el primer síntoma es que la élite compre parcelas del relato de la revuelta. Si entonces la gente sube la apuesta, hay un aclarado, todo se trastorna, y la probabilidad de alcanzar los objetivos se multiplica. Pero si la gente lo toma como indicio de que ya ha empezado a alcanzarlos, renuncia a su propio poder. Artur Mas lo sabía, y por eso se hizo independentista de la noche a la mañana.

Como Mas lo logró, y el cambio que la calle quería era tan enorme como concreto, y todo se acabó abortando, ahora estamos en una dimensión desconocida. Todos los cambios de consenso que fuimos ganando poco a poco, todos los marcos que conseguimos desplazar, todos los conceptos que nuestros Mitt Romney se apropiaron para controlarlos, han quedado obsoletos. Como si hubiéramos estado escribiendo un documento, en un Word, durante años, y las modificaciones que hemos ido haciendo ya no sirvieran para nada: guardar los cambios significa convertir el relato -la autodeterminación, la desobediencia, la independencia- en una realidad material, y no existe la fuerza para hacerlo porque durante la escritura nos han vaciado el significado.

Esto crea un desajuste. El marco mental de la calle y las condiciones políticas están desfasados, y nadie sabe qué hacer. Por eso nuestros dirigentes prueban un recurso que no es natural: no guardar los cambios. La manera de aplicarlo es volver diez años atrás, como si nada hubiera pasado, y esto genera tensión y amargura. Junqueras lo captó enseguida y por eso usó a Tardà, que llamaba traidores a los jóvenes que no hicieran la independencia, y Rufián, que prometió abandonar el congreso hace tres años, para recuperar las tesis más neutralizadoras de Carod. Por eso ahora flirtean con el estatuto y otras trampas similares. Por ello Pascal y su tropa hablan de nuevo de financiación, de encaje y de otros animales que ahora ya suenan mitológicos. Por eso se fundó el Tsunami Democrático.

Y por eso, también, soldados perdidos de la CUP se alían con los comunes para resituar sus propios conceptos. Hablan de soberanías y de catalanismo de izquierdas cuando de ellos ya no habla nadie que anhele cambios de verdad para comprar un lugar en el panorama que viene después de la derrota. Anna Gabriel, en el exilio, y Quim Arrufat, que debían empujar a convergentes y republicanos hacia la unilateralidad, compartiendo un ‘espacio donde podamos debatir y analizar’ con Jéssica Albiach, que ahora dirige la nueva Iniciativa y que enseñó el ‘no’ en la cámara el día de la no declaración, exactamente igual que Coscubiela y Rabell. Es de un cinismo explosivo que quieran hacernos creer que no tiene ninguna trascendencia política, como si sus nombres ya no significaran nada, como si fueran un grupo que queda para reventarla, con el típico apoyo de un multimillonario que, bah, tampoco es nadie.

Todo ello nos debería hacer ver que estamos solos. Y que siempre lo hemos estado. El poder de la calle no variará nunca, ni aquí ni en ninguna parte. Sólo varía la capacidad del sistema para contenerlo, apropiárselo y deshacerlo. Y para aprender la lección que, cuando el viento vuelva a soplar a favor, nunca más debemos bajar la apuesta ni compartir el control con quien lo ha de aplicar institucionalmente.

VILAWEB