Imaginen un tren cargado con un botín de guerra compuesto enteramente de relojes, haciendo cada uno tictac a un ritmo diferente, trasladándose por la tierra baldía polaca, hacia el corazón de la Alemania nazi. Seguramente les ha pasado de tener una pesadilla o un sueño recurrente del que no tenían la menor conciencia hasta que otro lo verbaliza, y cuando lo ven puesto en palabras, descubren con espanto que ese sueño lo tuvieron ustedes, y no una sino varias veces.
Eso es lo que le pasó, en 1960, al poeta polaco residente en París Czeslaw Milosz, cuando recibió una carta de Cracovia firmada por un desconocido llamado Stanislaw Czycz. Milosz había participado de la resistencia durante la guerra y apoyó el ascenso del gobierno socialista, pero se fue desencantando hasta que eligió exiliarse, con muy bajo perfil. Poca gente en Polonia conocía su paradero. Pero el desconocido Czycz lo había encontrado. La carta era extrañísima. Czycz le contaba que, durante la ocupación alemana, cuando era adolescente, pasaba las tardes en casa de un amigo fanático como él de la mecánica, trabajando en el desván, montando clandestinamente una motocicleta con piezas sueltas que robaban de la calle.
Un día descubrieron en el fondo de aquel desván una valija que el padre de su amigo, guarda de tren, había encontrado en un andén vacío de la estación de Cracovia, minutos después de que los alemanes fletaran un contingente de prisioneros a Auschwitz desde allí. Czycz había convencido a su amigo de abrir la valija y en ella encontraron una capa negra, un sombrero de copa y un arsenal de trucos de magia, así como unos volantes que anunciaban la presentación en la ciudad de un ilusionista llamado El Gran Nemo. En el fondo de la valija había además un rollo de poemas manuscritos, titulado Voces de Gente Pobre.
Czycz le decía a Milosz en la carta que hasta ese momento nunca le había prestado la menor atención a la poesía: “Sólo me interesaban las materias técnicas, soñaba con ser ingeniero algún día. Pero esos poemas del Gran Nemo me conmovieron tanto, que empecé a escribir”. La guerra terminó, pasaron los años, el comunismo llegó al poder y la Asociación de Escritores local reanudó sus actividades. Y un buen día Stanislaw Czycz sometió a su escrutinio un manuscrito en el que mezclaba poemas propios con aquellas Voces de Gente Pobre. El libro se publicó y, aunque su repercusión fue casi nula en la efervescencia de aquellos años, le sirvió a Czycz como primer escalón de una solitaria y tenaz carrera literaria.
Milosz llevaba por entonces casi diez años exiliado en Francia, después de haber representado al gobierno socialista de su país en los primeros meses de posguerra y renunciar a ese puesto y abandonar Polonia al descubrir los verdaderos propósitos de los soviéticos. Sus libros estaban prohibidos en Polonia pero sus poemas previos al exilio se seguían leyendo clandestinamente, y así fue como Czycz había descubierto ‘con inenarrable desazón’ que los versos plagiados en su primer libro habían sido escritos “no por ningún Gran Nemo sino por el Gran Milosz”: se trataba de un volumen manuscrito que el futuro premio Nobel (lo ganaría en 1980, veinte años después de estos hechos) había hecho circular entre sus amigos de juventud, durante la guerra.
Para demostrar su buena fe y ganarse el perdón del poeta que tanto reverenciaba, Czycz adjuntaba a su carta los amarillentos originales que había encontrado en el fondo de aquella valija. Milosz se sentó a leerlos, dispuesto a someterse a una de esas inmersiones en la congoja que ningún exiliado sabe evitar, y entonces se topó con aquella descripción del tren cargado de relojes cruzando la tierra baldía polaca, haciendo cada uno tictac a un ritmo diferente, y creyó que se le paraba el corazón. Como he dicho, Milosz había tenido ese sueño, y más de una vez; sin embargo, jamás lo había puesto por escrito. De hecho, hasta que no lo vio traducido a palabras, en aquellas hojas amarillentas, no recordaba haberlo soñado siquiera.
Había más. Había un poema titulado “Anus Mundi” (es decir, “culo del mundo”, expresión con que un miembro del Estado Mayor alemán propuso llamar a Polonia en 1942) que empezaba con la misma frase con que Alfred Jarry ubicaba la acción en el comienzo de su Ubú Rey (una de las obras teatrales predilectas de Milosz): “En Polonia, es decir, en ninguna parte…”. Había también otro poema titulado “El grito del silencio”, que relataba que en la aldea de Swietobrosc había una iglesia y en la iglesia un ama de llaves a quien, después de muerta, “hubo que sacarla de su tumba / y empalarla en una estaca / para que dejara de gritar”. Milosz recordaba perfectamente el episodio: era uno de los relatos que le hacía su aya en la infancia para que dejara de berrear cuando lo acostaban. Pero él jamás había escrito un poema titulado “El grito del silencio”, ni tampoco “Anus Mundi”.
Hoy sabemos que, en los años más calientes de la guerra fría, las embajadas de los países comunistas en Occidente solían someter a sus exiliados más conspicuos a solapadas maniobras para doblegarlos o para desvirtuarlos ante la prensa internacional. Podían enviarles anónimos cajones y cajones de slivovitz, o envenenarles las mascotas. Puede que Milosz haya visto en aquella carta una operación de inteligencia para desequilibrarlo psíquicamente. O puede que simplemente sintiera lo que le había pasado a Arthur Schnitzler con Freud, en la Viena de 1920. Todos los amigos de ambas eminencias querían juntarlos. Schnitzler escribió en su diario: “Experimento ansia por conversar con él acerca de los abismos de mi obra y mi existencia, pero prefiero abstenerme de hacerlo”. Freud le escribió a Schnitzler, en la única carta que le envió: “Me he atormentado todos estos años preguntándome por qué no he intentado nunca charlar con usted. Creo que lo he evitado porque sentía una especie de miedo a encontrarme con un doppelgänger”.
La paranoia puede adoptar las facetas más inesperadas. Lo cierto es que Freud y Schnitzler nunca se juntaron, así como Milosz nunca contestó la carta de Czycz ni lo conoció. Ni siquiera cuando supo por casualidad, años después, que había existido en Polonia durante la guerra un ilusionista llamado El Gran Nemo, contestó aquella carta. En cuanto a Czycz, no era ningún esbirro de la policía secreta polaca: era un cuentista y guionista de cine, opositor al régimen y muy respetado entre sus pares, desde el director Andrzej Wajda hasta la irrepetible Wislawa Szymborska, poeta y premio Nobel. Wislawa dijo de él: “Poeta no era, pero sus cuentos eran de lo más original que he leído”.
Todo en Czycz era contradictorio: vivió de espaldas al mundillo literario, encerrado en su departamento, pero ese departamento quedaba en el último piso de la Casa de Escritores de Cracovia. Pasó la última mitad de su vida sumido en una depresión profunda, combatiendo enfermedades imaginarias que lo acosaban, mientras publicaba libros con títulos como No sé qué decirte, No se lo digas a nadie o En el río que no está allí, hasta que un cáncer fulminante de piel lo liquidó en pocos meses en el año 1996. Poco después, Milosz volvió a instalarse en Cracovia. Como Schnitzler y Freud, Milosz y Stanislaw Czycz se evitaron durante cuarenta años y murieron sin haberse visto personalmente ni una sola vez. Salvo en sueños, claro.
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