Niños de la guerra

Con una maleta en una mano y con la angustia que producen aquellas situaciones incomprensibles para la razón y sentimiento humano en la otra, así debieron de partir los miles de niños evacuados durante la Guerra Civil Española.

Al sufrimiento humano propio de los conflictos bélicos se unen las lágrimas de aquellos para los que no están y nunca estarán hechas las guerras. Pero éstas, en su inmensa crueldad, se asemejan a la piedra lanzada al estanque, que con sus hondas va alcanzando su impacto a todo lo que le rodea. La muerte de un familiar, las enfermedades post-bélicas, las mutilaciones físicas y psicológicas, la separación entre hermanos, entre padres e hijos, la evacuación, la desaparición, el olvido…

Las guerras no son para ellos. De la locura de quienes las crearon les quedará una brecha inmensa que no siempre quedará sellada por haberse producido en años necesitados de educación, juegos y sensación de libertad. La vida sigue adelante y la fortaleza del humano es inimaginable, pero la mente es traicionera y siempre encuentra el momento idóneo para abrir el baúl de los recuerdos y dejar escapar sentimientos en apariencia superados.

Dicen que de los errores se aprende y que por ellos no debemos volver a caer en la trampa, pero cuando el recuerdo arrastra un dolor capaz de neutralizar la razón humana, resulta difícil no acomodarse en la liberadora venganza y vivir en el resentimiento. Sólo el paso de los años y la inevitable vejez se presentan como apaciguadores de esa sensación de vacío, de ruptura y de desasosiego interior que dejan las guerras vividas.

Fueron más de 30.000 niños los evacuados durante la Guerra Española del 36, niños de entre 2 y 15 años repartidos por diferentes países de Europa que se prestaron a acogerlos dada la lamentable situación en la que se encontraban como consecuencia de la guerra en territorio vasco.

Abierta la caja de Pandora, los peores instintos del hombre recorren su cuerpo y mente, haciéndole tomar decisiones de extrema crueldad que afectaran a todos por igual, sin distinción de sexo o edad, tan solo con la única condición de que sean el enemigo a batir. Ni tan siquiera la evacuación de los niños, y aún siendo evidente la dureza del hecho en sí, pudo realizarse con normalidad. Los buques fletados para la ocasión necesitaron de protección internacional entre constantes amenazas franquistas.

Y qué decir de aquellas 20 personas, en su mayoría mujeres y niños, que fueron expulsados de Gipuzkoa por los rebeldes y que fueron a parar a Bizkaia en calidad de refugiados justo un día antes de comenzar la ofensiva rebelde sobre territorio vizcaíno. Se libraban de la muerte, pensarían, pero se adentraban en el infierno.

Algunos de los niños evacuados volverían a sus hogares tras la guerra, reencontrándose con sus familiares. Para aquellos el daño ya estaba hecho, pero las heridas, por profundas que sean, sanan antes entre seres queridos. Para los que regresaron años después es posible que les quedaran cabos por atar, preguntas sin respuesta y una extraña sensación de querer saber qué es lo que sucedió, empañada por el miedo a encontrarse con la realidad. Para aquellos otros que permitieron la muerte de los refugiados tras vivir en condiciones infrahumanas y sufrir las consecuencias de un régimen político totalmente ajeno a ellos, para aquellos no hay ni habrá nunca perdón.

Porque las guerras no están hechas para los niños y, sin embargo, nos constan algunos nombres que rescatar del olvido: Alberto Bilbao Lascurain, 8 años, no regresó; María Victoria Lartitegui, 3 años, no regresó; Joseba Basterreche Garavilla, 5 años, no regresó; Gregoria Alcalde, 11 años, no regresó; Jesús Elorduy San Miguel, 8 años, murió en los campos de concentración soviéticos…