LA afirmación es contundente pero irrebatible: desde que, durante la primera mitad del siglo XIX, España se autoidentifica como un Estado nación más o menos moderno, sus dirigentes institucionales han considerado que el peor crimen que se podía cometer era el de cuestionar, o amenazar, la sagrada unidad de la Patria; y han creído que los culpables de una tal alevosía debían ser castigados -y sus eventuales seguidores, escarmentados- con la condena más severa posible, que durante mucho tiempo era la pena capital.
Así, los máximos líderes del independentismo cubano -José Martí, el ideólogo, y Antonio Maceo, el militar- fueron abatidos por las tropas españolas en 1895 y en 1896, respectivamente. Cayeron en combate, con las armas en la mano, con la teórica posibilidad de defenderse, es cierto. Sin embargo, este no fue el caso de José Rizal, médico e intelectual filipino que nunca había empuñado otra arma que la pluma y la palabra.
Sólo por sus ideas -que ni siquiera eran explícitamente independentistas-, por sus críticas al colonialismo español clerical y reaccionario difundidas a través de artículos y libros, Rizal fue condenado por sedición -¿les suena?- y fusilado en las afueras de Manila al amanecer del 30 de diciembre de 1896. Tenía treinta y cinco años, y la noche antes de morir escribió -en el estilo modernista que le era propio- un poema conmovedor titulado ‘Mi último adiós’. Ahora que tenemos tiempo, busquen por internet, leanlo y medirán la calidad humana de aquel peligroso “separatista”, a años luz de los uniformados que le enviaron a la muerte. El periodista madrileño Wenceslao Retana escribiría unos años después: “Repito que fue España la que fusiló a Rizal. Y si se me dijese que aquí no se fusila ya por ideas y que aquí [en la Península] no se habría fusilado a Rizal, contestaré que es cierto, pero es porque aquí estamos más cerca de Europa”.
Tampoco parece que Enric Prat de la Riba fuera un temible activista de la subversión. Pero sus tesis políticas eran percibidas por el poder español como una amenaza y en abril de 1902 la autoridad militar lo envió a la cárcel por haber publicado en ‘La Veu de Catalunya’ (La Voz de Cataluña) un texto (la reproducción de un artículo de el ‘Indépendant de Perpinyà) que “incitaba al separatismo”. Dadas las condiciones higiénico-sanitarias de las cárceles de la época, Prat contrajo la enfermedad de Basedow, que arrastraría siempre más y que le costaría la vida en el verano de 1917, a los cuarenta y seis años. Curiosamente -o no-, en mayo de 1902 el fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana, también fue encarcelado por un “delito consumado de rebelión” -¿les suena?- del cual acabaría absuelto y, en la cárcel de Larrinaga, contrajo la enfermedad de Addison, que le provocaría la muerte un año después de recuperar la libertad, en noviembre de 1903, a la edad de treinta y ocho años.
No me parece que haya que recordar mucho aquí la crueldad de la persecución contra el presidente Lluís Companys. Primero, a raíz del Seis de Octubre, la condena a treinta años de presidio (el equivalente de la cadena perpetua en el Código Penal republicano) y un trato penitenciario digno del peor criminal de derecho común; después, su captura ilegal en Francia, las torturas en Madrid, la farsa de consejo de guerra y el fusilamiento en Montjuïc, en octubre de 1940.
Y no, estas cosas no las hacía sólo el franquismo despiadado de la primera posguerra. En abril de 1978, con Suárez en la Moncloa y Rodolfo Martín Villa en el ministerio de la Gobernación, el dirigente independentista canario Antonio Cubillo -que tenía en el archipiélago un apoyo social y político insignificante- fue objeto, en su exilio de Argel, de un burdo intento de asesinato a cargo de los servicios policiales españoles; esto último no lo digo yo, lo sentenció la Audiencia Nacional en 2003.
Es a la luz de estos antecedentes históricos, más que de tecnicismos jurídicos, como hay que interpretar la insólita movilización del Tribunal Supremo contra la posibilidad de que los líderes independentistas catalanes encarcelados pasen el confinamiento por Covid-19 en sus respectivos domicilios. Toda la lógica discursiva que precedió y acompañó el juicio del Proceso -la acusación de rebelión por parte de la Fiscalía, los delitos que les imputaba Vox, las deposiciones de los testigos policiales, el clamor mediático contra los golpistas, supremacistas, miserables, traidores, etcétera- llevaba a pedir penas de muerte. Pero, ay, la pena capital ya no figura en el ordenamiento jurídico español. Ahora, si de repente aparece una pandemia que puede incidir especialmente en las cárceles, tampoco hay que ponerle demasiados obstáculos, ¿no…?
No les daremos ese gozo. A pesar de los magistrados del Supremo, a pesar de los esbirros babosos a sueldo de la FAES que siguen injuriando y deshumanizando, amigos Oriol, Raúl, Jordis (Cuixart, Sánchez y Turull), Quim y Pep, amigas Carme y Dolors, ningún virus podrá con vosotros. Saldréis -saldremos- de ésta más fuertes y convencidos que nunca. No oso desearos coraje, porque sé que os sobra.
ARA