Ni Francia…

La victoria del Nuevo Frente Popular en Francia, y sobre todo la clara derrota de la extrema derecha, han desatado en algunos sectores de nuestro país una reacción de entusiasmo hacia ese país y hacia los protagonistas de esta victoria que estaría bien poner en su sitio. De matizar. Porque es poco prudente desde el punto de vista catalán.

A los lectores del norte no hace falta que les expliquemos nada, que deben soportarlo cada día y lo han tenido que sufrir desde que nacieron. Pero a muchos del sur hoy parece necesario recordarles que el Estado francés no ha sido nunca para nosotros paraíso alguno y que buena parte de la izquierda francesa sostiene opiniones sobre nuestra realidad nacional que en el sur de la muga podrían ser equiparables a las de Vox.

Francia inventó durante la revolución el concepto moderno de nación, o de Estado nación si lo quieren decir con mayor propiedad. Y por eso son tan furibundamente nacionalistas. Según la conocida encuesta del Abbé Grégoire, en 1794, sólo 3 millones de personas, de una población total de unos 28 millones, hablaban francés como primera lengua. Y esto significa que, en el Estado francés, alrededor del 88% de la población hablaba otras lenguas, empezando por el occitano y el catalán.

La eficacia de París a la hora de aniquilar las naciones que permanecimos dentro de sus límites no tiene, por tanto, parangón en ningún lugar del mundo. En poco más de dos siglos, la república –esta misma república de la que hoy se ensalza tanto el espíritu cívico– ha sido capaz de destruir lenguas, culturas y naciones con una eficacia que, de hecho, ha sido un modelo para naciones más incapaces, particularmente para España. Y lo ha conseguido utilizando sin vergüenza la violencia más abyecta y pisando los mismos principios morales que la revolución proclamaba para todos los ciudadanos y de forma universal.

Durante la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, se calcula que unos 240.000 bretones fueron movilizados al frente. Aproximadamente 130.000 –cuya inmensa mayoría eran hablantes de bretón– murieron en el conflicto. La movilización de jóvenes bretones fue claramente desproporcionada respecto al resto del Estado, planificada con el objetivo explícito de derrumbar la lengua y dejar Bretaña sin jóvenes. Aún hoy, a pesar de los grandes avances de estas últimas décadas, no se ha podido recuperar.

Al igual que en el sur, pero con una eficacia mucho mayor, la escuela obligatoria tuvo un papel de asimilación en nuestro país y también en Occitania, en el País Vasco, en Córcega, en Bretaña, en Alsacia, en Flandes y en la resto de territorios y colonias con lengua propia. Las amenazas y castigos físicos y corporales contra los niños marcaron generaciones enteras y todavía hoy son parte de la conciencia oscura de los catalanohablantes.

Además, las fuerzas progresistas y de izquierda francesas tienen un lastre innoble y pesado sobre su historia, que es la defensa de “la aniquilación del ‘patois’”, ya desde la revolución y los primeros decretos, pasando por las nefastas leyes educativas de la Tercera República, las llamadas “leyes Jules Ferry” (1879-1886) y rematándolo con la oposición a la reforma constitucional de 2008 que debía reconocer las “lenguas regionales” como patrimonio del Estado.

Cabe recordar que esta reforma constitucional hace cuatro días fue aprobada por la Asamblea, pero fue suprimida posteriormente por el senado. Y que fueron los senadores comunistas, radicales y parte de los socialistas –los mismos que hoy celebrarán contentos las muestras de apoyo al Nuevo Frente Popular– que encabezaron el movimiento contra el reconocimiento de las lenguas otras que el francés.

Quizás algún lector dirá que todo esto es cierto, pero que no toca recordarlo un día como hoy, que son ganas de aguar una alegría. Evidentemente, las cosas siempre pueden ser peores y una victoria de los de Le Pen lo habría sido, como por desgracia experimentamos en Perpinyà. Sin embargo, dejando aparte, como explicaba ayer, que la victoria del Frente Popular es un respiro, pero no arregla nada, para nosotros los catalanes –además– el olvido es un lujo que no podemos permitirnos.

Y no hablo ni digo esto como un catalán de Bétera “solidario” con los catalanes de Salses y Elna, con los de Font-romeu o Morellàs, sino como un catalán ‘tout court’ –y quienes viven en el territorio anexionado por el Estado francés ya me perdonarán la ironía y la bromita.

Al fin y al cabo, entender y asumir que somos una nación significa sentir y reaccionar, también conmoverse, no como un ciudadano, más o menos peculiar o exótico, de este Estado o de aquél (como un “catalán de España” o como un “catalán de Francia”), sino sentir y reaccionar, también conmoverse, como miembro de la misma nación (como un catalán simplemente). Y esto es algo en lo que precisamente los catalanes del norte –por ejemplo, con su esfuerzo indispensable para hacer posible el referéndum del Primero de Octubre– ya nos han dado un par o tres de lecciones.

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