Nacionalistas banales (y sobre todo, cínicos)

Resulta sospechoso que un escritor en crisis como Javier Cercas busque polémicas poco antes de Sant Jordi. Sus declaraciones públicas de ambigüedad calculada -técnica que sabe utilizar cualquier narrador con un mínimo oficio-, rodeado por uniformados entusiastas y altavoces mediáticos, propició algunas críticas en las redes sociales. Estas, convenientemente magnificadas por la “Brunete mediática” [gracias, President Maragall por tan maravillosa metáfora] han servido para decorar con cierto victimismo su reiterado mensaje político para así narrar en forma de novela la presunta “pérfida maldad” de los independentistas, y de rebote conseguir una notoriedad pública entre unos medios españoles dispuestos a tragarse cualquier trama secundaria que refuerce sus prejuicios. De rebote, consigue una notoriedad que siempre ayuda a vender libros. Sin embargo, en esta polémica de Twitter, un editorial del diario El País, además de presentarlo como víctima (servidor que vive en Girona y forma parte, aunque sea tangencialmente, del colectivo de escritores locales, es incapaz de detectar alguna puñalada, envidia o comentario malicioso más allá de lo habitual contra el de Ibahernando) aprovechó para hacer una caricatura, ya demasiado repetida, en la que el independentismo se asociaba al nazismo.

Para un país con miles de deportados a los campos nazis, y con decenas de miles combatiéndolos desde Rusia en Normandía, por ser un país que fue de los primeros en hacer frente con las armas a la versión local del fascismo, el falangismo que tanto disculpa Cercas en su obra, esto es más que un insulto y una ofensa. Esta asociación, elaborada como acto de estudiada propaganda, responde a este mecanismo de deshumanización del adversario que ya usaron los serbios hace pocas décadas, y por supuesto, los propios nazis, y los propios franquistas contra sus disidentes. Esta estrategia de deshumanización, iniciada de manera formal bajo el aznarismo, ha servido especialmente para desencadenar una guerra psicológica contra una Cataluña que, desde hace décadas, está desconectada emocional (y cultural, y económicamente, y muchas más cosas) de un Estado que no la ha respetada nunca, y que está sirviendo esencialmente para justificar la represión desatada desde 2017. Y esta maniobra política ha sido complementada con una izquierda obediente de vocación staliniana. Las redes, una vez más, sirven para calificar de burgueses a los catalanes, de egoístas anfiscales a los independentistas, y de racistas y supremacistas a los que piden poder vivir en catalán o que les atiendan en su lengua.

Ciertamente, Twitter es el Bronx. La diferencia con los principales medios de gran difusión, el diario El País o las televisiones públicas, es que es un espacio donde puedes replicar directamente y tratar de tú a tú a quien se cree moralmente superior. Para decirlo en términos históricos, es como cuando, a partir de la baja edad media, cualquiera podía usar una ballesta -un arma barata y fácil de utilizar para abatir a un caballero acorazado. Lógicamente, los caballeros, acostumbrados a la invulnerabilidad de su carísima armadura -sólo apta para aristócratas ricos-, y su larga formación militar, se tomaron muy mal que cualquier pelagatos con esta nueva arma revolucionaria, tuviera suficiente con una hora para aprender a disparar -y cargarse- a un noble sobre su caballo. Ya entonces los juglares (una especie de secretarios de prensa medievales) comenzaron a reivindicar el espíritu de caballería y tildaban de viles y miserables a los ballesteros. La democratización de la guerra, como cualquier otro ámbito, siempre tiene sus damnificados. En cierta medida, los “grandes intelectuales”, los “grandes políticos”, los “grandes medios”, lógicamente pueden estar molestos cuando alguien les acierta entre ojo y ojo. Aunque sea con un simple mensaje de menos de 280 caracteres.

Ahora bien, si Twitter es el Bronx, el mundo académico no es demasiado diferente. Se trata de un espacio donde las puñaladas se adornan con citas eruditas, referencias sofisticadas y bibliografías exhaustivas. Si las redes sociales tienen este componente de lucha de barro, los académicos (sociólogos, politólogos, historiadores …) también participan de esta guerra ideológica en la que es más importante combatir al adversario que la búsqueda de la verdad, o al menos, del análisis riguroso y desapasionado que cabría esperar de un investigador o profesor universitario. La cuestión catalana se ha llenado de cientos de libros y miles de artículos en revistas más o menos prestigiosas que, más o menos, buscan justificar posicionamientos enfrentados. Quien esto escribe no es ajeno a ello, y también ha participado de este combate intelectual. Entre buena parte de los intelectuales y académicos españoles se registra un gran esfuerzo por dar coartada académica a lo que es pura y simple propaganda catalanófoba y cuestionamiento del proyecto independentista. En el otro lado, por supuesto también hay literatura académica cuestionable. Es por eso que cuando se tiene la oportunidad de leer contribuciones ponderadas -donde normalmente el autor hace un esfuerzo por poner distancia emocional-, uno no puede sino alegrarse.

Edgar Straehle es uno de esos extraños casos donde se puede encontrar cierto rigor en una cuestión tan emocional sobre el conflicto España-Cataluña. Este doctor en filosofía, en la revista ‘Clivatge’ de la Universidad de Barcelona, ​​en 2019 publicó un interesante artículo sobre la cuestión del nacionalismo y las dificultades de un debate mínimamente riguroso sobre la cuestión. Entendiendo que se trata de un conflicto importante (aunque frecuente, porque el independentismo es el tipo de conflicto internacional más habitual), entiende que el nacionalismo, palabra que, dada la traumática experiencia histórica del siglo XX, tiene hoy mala prensa, y por lo tanto se atribuye al adversario (mientras no se reconoce el propio) como fórmula de inhabilitarlo políticamente. Ahora bien, en la cuestión del proceso, la mayoría de los análisis parten de la base del nacionalismo banal, los estados tienden a generar un marco mental según el cual la “normalidad” es aceptar acríticamente la hegemonía de los nacionalismos de Estado con sus símbolos y ritos, y considerar como una herejía aquellas propuestas nacionales alternativas. Straehle, que también hizo una exhaustiva e incisiva crítica contra “Imperiofobia”, una obra académica de la historiadora Roca Barea en que se defendía la colonización española y combatía las críticas al Imperio Español hechas por la intelectualidad europea moderna y contemporánea (a partir del “elaborado” argumento “¡Y tú más!”), hace un análisis complejo del independentismo catalán. Un análisis que, si bien no nos lleva a simpatizar con éste, sí indaga en un conjunto de elementos que refleja la dimensión “nacionalista” a nivel clásico, es decir, la creación de una comunidad nacional homogénea, y admite ingredientes como la incapacidad del Estado de administrar la pluralidad interna o la vinculación estrecha del nacionalismo español con el franquismo y la búsqueda de una solución postnacional en Cataluña como sublimación de una lucha democrática en contra de la dimensión autoritaria de la España actual.

Cercas sería el ejemplo de este nacionalismo banal, nada empático con una sociedad que está sufriendo una represión sistemática y sistémica, y que busca en la independencia, no el “egoísmo de los ricos”, como acostumbra una determinada izquierda española de pensamiento perezoso explicar esta ruptura emocional, sino la posibilidad de reinventarse como sociedad prescindiendo de las hipotecas del pasado. Y, como vemos con los uniformados que aplaudían al escritor extremeño como si contemplaran un número de circo, estas están demasiado vinculadas a un franquismo que, como constatamos en sentencias judiciales o editoriales en El País, apropiándome de la expresión en Lluc Salellas, “no marcha”… ni con agua caliente.

Twitter es el Bronx. Mentes bienpensantes de la progresía oficial ven en el independentismo el nacionalismo de los demás -invisibilizando el suyo propio-. El mecanismo habitual es convertir la anécdota en categoría. Cuando surgieron formaciones como el Frente Nacional de Cataluña, con un discurso antiinmigración similar al de varias formaciones europeas equivalentes, se atribuyó al “espíritu supremacista de los catalanes”. La realidad es que esta formación obtuvo 4.976 votos en las últimas elecciones… que en comparación con Vox, un partido que se siente cómodo (por no utilizar otras expresiones) con el franquismo (217.883) y que es abiertamente catalanófobo y antiinmigración, esto es como decir que por cada xenófobo catalán hay 44 xenófobos españolistas (porque, efectivamente, su discurso contra la inmigración es más ‘hard’ que el del FNC. Otro detalle: cuando Michel Alliot, de la formación heredera del Frente Nacional de Francia (heredero ideológico de Vichy) obtuvo la alcaldía de Perpinyà, ha desatado una ofensiva contra los símbolos catalanes y la presencia pública del catalán. Obviamente, los catalanes somos antifascistas -no tenemos otro remedio-, porque el fascismo es anticatalán.

El nacionalismo de Cercas (y de tantos otros) es tan banal como cínico.

EL MÓN