Parece que los estrategas norteamericanos se han decantado finalmente por mantener su apoyo al general Pervez Musharraf como máximo dirigente del país asiático. Tras los momentos críticos que se han sucedido desde las primavera, con las protestas populares en las calles y el pulso con las altas instancias de la judicatura y posteriormente con las fuerzas islamistas más radicales con el asalto a la Mezquita Lal Masjid (la Mezquita Roja), Musharraf se prepara para lograr un nuevo mandato presidencial, aunque para ello deba “colgar su uniforme” y pactar con los enemigos históricos de su propio partido.
Todo ello obedece a un detallado plan preparado en los despachos de la Casa Blanca, y que lejos de “impulsar un proceso democrático”, busca evitar que Pakistán acabe convirtiéndose en una especie de “epicentro de la inestabilidad mundial”. El guión se está cumpliendo paso a paso, así, el nombramiento de un sustituto al frente del Ejército, el nuevo exilio pactado de Nawaz Sharif, y el pacto con Benazir Bhutto, son el claro ejemplo de ingeniería política y geoestratégica que Washington ha desplegado en aquel país.
El pacto entre Musharraf y Bhutto posibilitará al primero ser nombrado presidente en un escenario alejado de las críticas occidentales, mientras que a la segunda le permitirá convertirse en primera ministra por tercera vez, al tiempo que ve archivadas todas las acusaciones de corrupción que pesan sobre ella y su familia. Este reparto del poder impulsado por EEUU ha suscitado algunas críticas dentro de las dos formaciones que apoyan a los dos protagonistas. Así, algunos miembros del PPP (Partido del Pueblo Paquistaní) rechazan el protagonismo y el ansia de poder personal de Bhutto, dispuesta a pactar para obtener beneficios personales en un momento en el que la posición de Musharraf era muy delicada. Por su parte, la Liga Musulmana de Pakistán, PML(Q), no ve con muy buenos ojos ese pacto con sus enemigos.
En este escenario, desde Occidente se apuesta por Bhutto, otorgándole unas credenciales democráticas de las que carece ante la mayoría de su pueblo. En Pakistán no olvidan los casos de corrupción y blanqueo de dinero que acompañaron a sus mandatos anteriores.
Tras estas maniobras, el horizonte político de las próximas elecciones parlamentarias que se celebrarán en los próximos meses deja el camino libre al PPP de Bhutto, quien ve cómo su rival directo, Nawaz Sharif puede tener difícil presentarse, y las fuerzas islamistas moderadas en torno al MMA (Consejo de Acción Unificado) atraviesan un período de divisiones internas auspiciadas por el propio Musharraf.
Más allá de los partidos políticos, otras dos fuerzas reclaman para sí buena parte del protagonismo en Pakistán, los militares y las fuerzas islamistas. Dentro de estas últimas, podemos encontrar al menos tres corrientes importantes. Por un lado estaría la nebulosa de organizaciones y grupos enmarcados en la llamada corriente jihadista, que si bien es cierto que son una minoría dentro del espectro social y político, son importantes. Más si cabe a raíz de la radicalización reciente del escenario religioso en el país y en la región, y sobre todo al colapso del Estado, o su ausencia, en grandes zonas como Waziristán y las regiones tribales. Los ataques de estas formaciones se han sucedido en esos lugares y últimamente también han tenido lugar en la capital, Islamabad, y amenazan con extenderse.
En segundo lugar nos encontramos con la alianza formada en torno al MMA por seis partidos religiosos y donde el discurso de los mulahs prima sobre todo. En estos momentos, a pesar de contar con un importante respaldo en algunas zonas, las tensiones internas pueden acabar debilitándolo. Finalmente están las llamadas clases medias, que cansadas y aburridas del espectáculo de las fuerzas políticas convencionales, y ante el importante vacío estatal en aspectos claves de la sociedad, acusan una tendencia a refugiarse en la religión.
Pero el protagonismo, y el poder, se centra en las fuerzas armadas paquistaníes, verdaderos amos y señores del país. Es más que evidente que en el futuro, y en línea incluso con el pacto impulsado por EEUU, seguirán controlándolo todo, siendo como es la institución más importante y poderosa de Pakistán. Es cierto también que la actitud de los partidos tradicionales ha ayudado; “la mayoría de gobiernos civiles han estado salpicados de corrupciones, muertes políticas y manipulaciones electorales”, lo que concede una enorme ventaja a los militares a la hora de actuar. Además, y a pesar de algunos reveses, Washington sigue apostando por ellos como la base de su estrategia para “luchar contra al Qaeda, para estabilizar Afganistán y controlar incluso la peligrosa proliferación nuclear”.
Los nombramientos de Musharraf nos dejan un cuarteto dispuesto a trabajar junto a EEUU y en defensa de sus intereses. El propio Musharraf como presidente, junto al que se apunta como nuevo jefe del Ejército, el general Ashfaq Pervez Kiani, el nuevo responsable de los servicios de seguridad (ISI), el teniente general Nadeem Taj y el general Tariq Majeed.
Pakistán ha visto cómo los últimos cincuenta años han sido una sucesión de golpes militares y gobiernos civiles, y mientras que las protestas contra EEUU aumentan en el país, el poder judicial se muestra hostil a Musharraf, al Qaeda amenaza con resurgir con más fuerza al tiempo que se incrementan los ataques jihadistas, y la clase política tradicional sigue corrupta, los militares siguen asentando su poder y su imperio económico y político.
EEUU y sus aliados occidentales están ante un dilema, pero por encima de Musharraf quieren contar con el apoyo de los militares. Un escenario con Musharraf de presidente es más sencillo de controlar, sobre todo si Bhutto logra sus aspiraciones, que un Pakistán envuelto en batallas políticas que fracturarían aún más la compleja sociedad paquistaní y que sería el caldo de cultivo perfecto para los movimientos jihadistas.
Washington es consciente de la importancia de Pakistán, política y económica (el proyecto de corredor energético en la región es clave en todo ello). Y a pesar de que se intensifiquen las formas de insurgencia y violencia (movimientos secesionistas, luchas entre chiítas y sunitas, rivalidades étnicas…) se hace necesario contar con este tipo de aliados. Por eso la fotografía actual que mejor define la situación de Pakistán se asemeja a la metáfora de un analista: “Botas, barbas, burkas y bombas”.