En medio de la crisis de credibilidad que sufren la política y los políticos en todo el mundo, los ayuntamientos resisten como las instituciones menos desprestigiadas de la democracia. Sin ir más lejos, en Catalunya, según diversas encuestas los ciudadanos tienen una opinión más positiva de los ayuntamientos que de la Generalitat y una mejor opinión de ambos que del Gobierno de España. Y es que los ciudadanos sienten una mayor cercanía con relación a sus representantes municipales, y en particular con su alcalde o alcaldesa, tanto para confiarle la gestión de sus necesidades cotidianas como para vilipendiarlo por cualquier molestia en el vecindario. Por eso, la práctica española de politizar las elecciones municipales convirtiéndolas en primarias de las legislativas puede acabar erosionando el último baluarte de la confianza de los gobernados en sus gobernantes.
Es un efecto más de la partidocracia que transforma la decisión popular en delegación de poder a unas siglas tras las cuales se parapeta una serie de nombres en lista jerárquica e inamovible resultante de negociaciones internas de aparatos profesionales de la política con poca correspondencia entre las competencias de cada uno y el ejercicio de las funciones que tendrá que desempeñar en función del resultado de la lotería d’hondtiana. Práctica de hecho hipócrita porque el voto es influenciado esencialmente por la personalidad del cabeza de lista. La gente no se fía de programas (que no lee más que en los titulares de los medios) sino de una persona que le cae bien (o menos mal que otras).
El alcaldable pone la cara y los demás se apuntan al carro. El partido busca un producto vendible en el mercado político y a cambio distribuye los cargos entre sus fieles. Y como no hay forma constitucional de desintermediar a los partidos, estructuras cerradas y cada vez más alejadas de sus electores, el sistema se reproduce. De ahí que la cúpula del partido, que se construye a partir del poder del Estado, juegue sus peones en el ámbito local en función de su estrategia nacional. El resultado es que el voto local se entremezcla con consideraciones ideológicas y con batallas políticas que superan su ámbito de actuación. Lástima, porque la política local podría ser una excelente escuela ciudadana de relacionar lo global con local.
Así, el calentamiento del planeta no sólo requiere medidas mundiales y legislación europea sobre la industria del automóvil y otras fuentes de contaminación. También puede frenarse mediante el efecto acumulativo de miles y miles de acciones locales a través de políticas municipales. El desarrollo de la bicicleta y el transporte público no contaminante, las restricciones a los vehículos más nocivos, el reciclaje a gran escala, la reforestación de la ciudad, la racionalización del uso del agua (esos riegos de calles en invierno…), una política de localización de actividades que disminuya la necesidad de desplazamientos, una incentivación a las empresas que practiquen el teletrabajo junto con la penalización a las que incrementen la concentración de actividad en el centro, son algunos ejemplos de las formas de gestión ambiental global desde lo local. De hecho, el poder municipal es considerable. Como se complacía en asertar un viejo amigo responsable del urbanismo madrileño hace ya tiempo: “En esta ciudad, todo lo que no flota es mío”. Y es que la regulación del uso del suelo, con la ley en la mano, es uno de los instrumentos de política económica, social y ambiental más efectivos que existen. Claro que si lo que se hace es reproducir y acentuar la ley del mercado para generar más actividad económica y llenar las arcas municipales, el resultado es ése: mercado al cuadrado. O más precisamente: 6.000 euros el metro cuadrado y eliminación de los jóvenes del centro de la ciudad. La calidad de vida pasa entonces a traducirse en festejos y jolgorios. Pan y circo, vieja fórmula de gobierno en el Mediterráneo.
Mientras tanto, los ciudadanos participan más bien poco en la gestión de su ciudad. En parte, porque los mecanismos de participación instaurados en la primavera de la democracia española fueron transformándose en aparatos de clientelismo y cooptación de los líderes vecinales. Y el movimiento ciudadano, objeto y sujeto de nuestros sueños de democracia de nuevo cuño, se fue dividiendo entre plataforma de partidos y refugio de activistas testimoniales. En cualquier caso fue, y continúa siendo, actor político más que expresión de la sociedad civil. Siendo así que la gestión de la ciudad es el ámbito donde, por encima de la política con p minúscula, se puede conectar más directamente con lo que le interesa a la gente, con su vivienda, con su transporte, con sus parques, con sus escuelas, con sus basuras y con su agua, con su estética y con su tradición, con su derecho al descanso y su temor de la relación al otro. Y con la recuperación de un civismo que nunca existió pero que se convierte en metáfora del convivir.
Que lástima de ocasión perdida, estas campañas municipales a lo largo y ancho del país en las que todos dicen algo parecido, aun con acentos propios (más policía aquí, más arbolitos allá) pero en que las palabras revolotean sobre las cabezas de los ciudadanos que ya no osan levantar la mirada al cielo por si les cae una caca de paloma. Pero eso sí, los batasunos no pasarán, los estatutarios serán destituidos y la guerra de Iraq es un crimen de Bush (que lo es). La mezcla generalizada de temas y lemas en un batiburrillo de consignas y del todo vale para luego contar décimas de poder y asignar escaños, cambiándolo todo para que todo siga igual hace brotar un nuevo afluente de insignificancia que llega al mar de esa política practicada como si la gente no contara (sólo votantes), con el evidente peligro, allá en el horizonte, de acabar desembocando en un océano de lamentaciones. Por cierto, no se olvide de votar, porque algo es algo.