Mundo rural, mundo urbano

Dos realidades diferentes dentro de un mismo universo, dependientes el uno del otro y separados por una línea invisible que hace de frontera, de límite en apariencia indisoluble.

Tal vez en alguna ocasión nos hayamos preguntado por qué existen núcleos urbanos a tan pocos kilómetros de esa otra realidad rural, cuál ha sido la causa por la que aquellos y no ésta hayan seguido una forma de desarrollo cuyo resultado actual difiere tanto de la vida en pueblos y caseríos. Mejor situación geográfica, condiciones económicas y laborales favorables, facilidades a la hora de realizar transacciones comerciales a nivel nacional e internacional… Sean cuales sean las razones, lo cierto es que las ciudades no han dejado de depender de ese ambiente rural, bien en cuestiones de abastecimiento, de cultura u ocio. Esa línea divisoria existe y la sensación de “encontrarse perdidos” para aquellos que la cruzan es el mejor ejemplo de ello; pero la comunicación entre ambas partes nunca se ha roto, de hecho ha sido y es necesaria por lo que cada una de ellas le aporta a la otra.

Sin embargo, esa frágil marca fronteriza está a punto de romperse y las posibles consecuencias socio-económicas propias de esta nueva situación nos son aún desconocidas.

Nos puede parecer más o menos molesto, pero ya hace tiempo que han dejado de sorprendernos. Hasta el núcleo rural más recóndito de nuestro pequeño país ha sido tomado por las escavadoras, las grúas y hormigoneras llegadas desde ese otro lado, de donde proceden esos urbanitas deseosos de tranquilidad, aire puro y un mayor contacto con la naturaleza.

Se levantan casas pensadas para los que huyen de las ciudades sin tener en cuenta para nada lo que les rodea, ubicándolas en muchos casos en las afueras de los pueblos, rodeando el centro de los mismos donde los moradores de los caseríos vecinos hacen vida social junto a los habituales del lugar.

Gran parte de nuestro legado cultural hunde sus raíces en ese ambiente que hoy en día se está viendo seriamente amenazado. En algunas zonas de Euskal Herria la realidad nos dice que a duras penas se consigue mantener con vida esas costumbres y tradiciones ancestrales que, inevitablemente, se están convirtiendo en simples y meras reliquias dignas de un museo de antropología vasca. Porque, ¿quién va a conservar todo aquello que se está perdiendo y sobre lo que sólo algunos pocos se están dando cuenta? ¿Esas nuevas generaciones que viven enganchadas a Internet y a las nuevas tecnologías, o aquellos que huyen del caos urbano y que poco o nada les importa el estilo de vida anterior del pueblo al que regresan cada noche?

Tampoco se está haciendo mucho por mantener en pie los caseríos que salpican nuestra tierra, quizás porque todavía son considerados como simples edificios viejos y no se tienen en consideración sus funciones como explotación familiar, su importancia dentro del desarrollo económico de Euskal Herria o el bagaje histórico-cultural que han ido acumulando con el paso de los años. Se derriban caseríos con la misma ligereza que se construyen bloques de casas unifamiliares con la excusa de que la población va en aumento y existe una necesidad real de crear nuevas viviendas para cubrir dicha demanda. Levantar más casas sin rehabilitar antiguos caseríos o sin permitir la entrada a pisos vacíos que están en desuso no es más que una manera de falsear un problema sin solucionarlo de raíz o, lo que es lo mismo, una forma de actuar muy del gusto de las sociedades del bienestar: derrochando dinero.

El primer paso hacia delante hace tiempo que se dio y bien es sabido lo difícil que puede resultar volver atrás y rectificar. Estas nuevas urbanizaciones necesitarán en un futuro centros comerciales, colegios y otras instalaciones que irán brotando paulatinamente para acabar engullendo aquella población de la que sólo algunos pocos recordarán cómo era antes. Finalmente surgirán como algo totalmente imprescindible a realizar las carreteras que unirán a los urbanitas con sus puestos de trabajo, convirtiendo nuestra geografía en un queso gruyere.

Deseamos la lluvia para que nuestros campos y montes no se sequen y pierdan su verdor característico de igual manera que permitimos que esa bella estampa se asemeje a un garabato en el que carreteras y demás infraestructuras terminarán por destruir aquellas idílicas líneas divisorias entre lo rural y lo urbano. El día en que todo se vuelva uno estaremos perdiendo de manera irremediable nuestra identidad y para entonces llevarnos las manos a la cabeza no tendrá ningún sentido.