No llegamos a asimilar todos los cambios que se producen en nuestro entorno a lo largo de una vida, ni aunque sean producidos por fenómenos naturales. Aun así, estos todavía los llegamos a acoger, como llegamos a asumir la muerte de un ser querido. Caspar David Friedrich, en uno de sus cuadros más famosos, convirtió en espacio mítico lo que ya era percibido como patrimonio natural y al mismo tiempo simbólico, los acantilados blancos de Wissowa Klinden, en la isla báltica de Rügen. Cuando estos acantilados se hundieron, en 2005, causaron en los nativos un sentimiento de pérdida que se explica por la mutilación de su paisaje de siempre. Este mismo sentimiento puede aparecer, por ejemplo, a la vista de los efectos de un temporal devastador, como el que arrancó algunos pinos monumentales que hundían las raíces en la playa del puerto de Pollença. Nos llegamos a identificar con multitud de elementos, interiorizamos imágenes de todo tipo… y con estos materiales patrimoniales construimos el país tal como lo percibimos.
Cada cual hace su particular lectura del pasado, que es parte de la lectura compartida por la mayoría de la ciudadanía, y que remueve sentimientos y propone caminos de futuro. Pero en las sociedades sometidas a un tráfico demográfico llevado al paroxismo esta lectura canónica del pasado hecho presente es cada día compartida por menos personas, toda vez que los recién llegados asientan los fundamentos de su memoria en lo que los aborígenes acaso perciben como un acto de violencia contra su imagen del país o como un hecho simplemente accesorio e insignificante. Me puedo imaginar perfectamente con qué carta de naturaleza son asumidos por los recién llegados a Mallorca los disparates urbanísticos más aberrantes, sobre todo si les facilitan el acceso al trabajo, a la vivienda, a la escuela de los hijos o a la consulta médica. Igualmente me puedo imaginar cuán insignificante les resultará, lo que queda, en la barriada palmesana de Son Cotoner, de plantas bajas con un corral coloreado por un limonero. Qué valor tendrá para ellos el oratorio de Santa Ana, de Alcúdia, mientras que para los más viejos de la zona el entramado de hoteles todavía les resulta un punto artificial.
Los movimientos migratorios en avalancha, los que varían significativamente la composición de una población en función de su vivencia del país, de la ciudad, del lugar donde se ha producido el cambio, provocan unas mutaciones que pueden resultar letales para las culturas de las comunidades minoritarias. De tan obvio, tan sabido parece que no es menester tenerlo presente a la hora de proyectar las políticas de cada lugar. En los casos más cercanos, unas iniciativas para la “normalización” lingüística parece que satisfacen a la mayoría de políticos, porque esta mayoría no tiene el coraje de exigir a los inmigrantes el esfuerzo de asunción de la cultura del lugar donde se supone que quieren arraigar -un hecho perfectamente compatible con el mantenimiento de la cultura del país de procedencia-. Se ha empleado a menudo un argumento azucarado y venenoso: no se ha de exigir, se debe estimular para convencer: se pretende, así, demonizar técnicas como la llamada inmersión y otras similares.
Es obvio que el país que cada uno quisiera defender para el futuro tiene sus raíces en su memoria, en su experiencia, un país que ha asimilado cambios que juzga positivos y que se niega a asumir otros que todavía le suponen una herida abierta. Con los movimientos atropellados de la demografía, los valores más permanentes de una determinada sociedad pueden convertirse en secundarios o ser mayoritariamente declarados nocivos para el progreso.
En nuestros países, centramos mucho la cuestión en la lengua, y hacemos bien, pero esta es la parte quizás más visible de la situación y sobre la que es más fácil legislar, siempre que no haya intromisiones de un Wert o de un Juan Antonio Bauzá y otros. Otras materias, por su naturaleza, no son tan buenas de expresar en términos jurídicos. Las urnas, por su parte, no distinguen, en cada voto, qué país querría para el futuro ni en qué momento el votante comenzó a elaborar la imagen del país, ni si esta imagen coincide mucho, poco o nada con la que años atrás había nutrido los sueños de la gente. Hay muchas maneras de sepultar una cultura, algunas perfectamente democráticas.
EL TEMPS