El actual eterno retorno -si es que nunca nos ha dejado- del debate lingüístico en los Países Catalanes, y especialmente en Cataluña con el asunto de la inmersión en las escuelas, me afianzado en una vieja idea. Creo que tenemos mucha razón a la hora de situar el catalán en el tuétano de nuestra existencia nacional, pero nos faltan mejores razones para defenderlo ante los que lo atacan o, simplemente, los que se muestran tibios o indiferentes. La custodia de una línea roja que no se debería traspasar por nada del mundo, eso sí, ha contado con grandes palabras. Pero se han utilizado argumentos débiles y algo apolillados. Se ha definido un ámbito, el de la lengua, como “sagrado” y “intocable”. Hemos recurrido a los orígenes milenarios. Le hemos atribuido todas las virtudes míticas que nos gustan imaginar a los catalanes: diseño y resistencia, tradición y modernidad, cohesión y laboriosidad… Y, sobre todo, hemos invocado la identidad: la lengua catalana, núcleo duro de nuestra identidad, ¡que no nos la toquen!
Sin embargo, la mayoría de apelaciones o se han construido sobre el pasado o, argumentalmente, son fácilmente reversibles por los enemigos de la lengua y del país, como les llamaba Joan Solà. Las llamadas al pasado sólo emocionan a los que se sienten directamente herederos, pero no a los que se han de incorporar a nuestro futuro nacional proviniendo de otras tradiciones. Y, si lo puedo decir a la brava -la brevedad me obliga-, el argumento de la lengua como instrumento de cohesión social tanto vale para el catalán como valdría para el español, que es lo que piensa y quiere del Estado, y que por eso lo hace preeminente. Desde mi punto de vista, en cambio, las razones a favor del catalán deberían situarse, en primer lugar, en el futuro. Quiero decir que no debemos hacer causa del catalán como quien lo hace para el atún rojo o el quebrantahuesos. Lo hacemos porque sabemos que es el mejor camino para diseminar una solidísima tradición de cultura que queremos convertir en un punto de partida compartido por antiguos, nuevos y novísimos catalanes, sobre la que poder construir un futuro común. Después de todo, ha sido la lengua la que históricamente ha permitido una actualización permanente de nuestra tradición cultural: la ha fortalecido con nuevas aportaciones y la ha convertido en un patrimonio generosamente compartido. En segundo lugar, hay que decir sin reparos que la cohesión que se busca a través del catalán es nacional, política, y no meramente social o convivencial. En definitiva, que si no hay un proyecto de emancipación nacional detrás, la defensa del catalán se convierte en un ejercicio ocioso -y odioso-, condenado al fracaso.
Visto así, la invocación de la identidad puede dejar de ser una referencia al pasado, una especie de conservacionismo cultural inevitablemente excluyente. Si la identidad no son unas raíces preservar sino un proyecto abierto en el que todo el mundo es invitado a participar, y si los fundamentos comunes de este ambicioso edificio son la tradición cultural y nacional vehiculada por lengua catalana, entonces empezamos a tener muy buenas razones para luchar por el catalán, incluso en la escuela. La identidad norteamericana siempre ha sido ésta: la posibilidad del inmigrante de realizar, allí, un sueño de libertad que no era posible en su país de origen. Los catalanes, viejos y nuevos, todavía tenemos pendiente la realización de nuestro sueño de libertad aquí mismo. Y, como el aire que respiramos, necesitamos la lengua catalana para cumplirlo.