Momentum reaccionario

Las movilizaciones del pasado 8 de marzo dejaron interesantes conclusiones. Se constata un reforzamiento público del movimiento feminista en cuanto a participación e intensidad. Ahora bien, la potencia de las imágenes o el éxito de las convocatorias no deberían confundirnos. Había algo que va mal, un punto inquieto de catarsis en el ambiente, cierto aire de frustración colectiva, cierta sensación de retroceso en hitos que parecían sólidos.

De hecho, la participación institucional y la adhesión de varias empresas multinacionales al día feminista, de los codazos para salir con el lila en las fotografías, más allá del ejercicio ‘pinkwashing’ (1), representa un síntoma de banalización, no tanto del feminismo en sí mismo, como en lo que respecta a la aceptación de un sistema fundamentado en la acentuación de las desigualdades. Y es por esto por lo que en esta dinámica, las mujeres, aunque también las clases trabajadoras, los niños, los viejos, los pobres, todo aquél que tiene mucho que perder en un sistema diseñado según la matriz del darwinismo social, las perspectivas de futuro (y de presente) resulten más negativas que hace unas décadas.

Probablemente seré polémico. Con el apoyo institucional y del ‘establishment’ al movimiento feminista (o al ecologismo, o a la agenda 2030 de sostenibilidad, o a cualquier otra causa convenientemente desconflictivizada) está la construcción de una nueva “corrección política”. O, explicado de una forma, desde un punto teórico, el discurso sobre el feminismo, la sostenibilidad, la igualdad de género se convierten en doctrina oficial desde el ámbito del discurso político, mientras que la situación de las mujeres retrocede globalmente, de forma paralela a la ampliación generalizada de las desigualdades. Y resulta paradójico que exista cierta sensación de burbuja, con leyes de paridad, o endurecimiento del Código Penal sobre las cuestiones relativas a las agresiones sexuales. Ahora bien, y como hemos comprobado con la torpe reforma impulsada por la ministra de igualdad, con efectos legales contrarios a los perseguidos, o con cierto ambiente de pánicos sexuales, más allá de una cierta burbuja occidental de mujeres de clase media con estudios universitarios y de mediana edad, parece más bien que las cosas vayan a peor.

Porque, frente a la corrección política y a los discursos oficiales, estamos asistimos a una especie de “momentum” reaccionario, en la que la situación de las mujeres es una manifestación más, probablemente punta del iceberg, respecto a cuestionamientos de valores básicos. En el momento en que el feminismo acaba como parte de la corrección política, los más jóvenes, los adolescentes que no miran los medios convencionales, y empapados de la cultura individualista que les hemos ofrecido como parte de la escala de valores reales, hacen más caso de ‘influencers’ reaccionarios que plantean actitudes hostiles en contra de la libertad sexual o la igualdad de género. Podríamos hablar del movimiento “incel”, un fenómeno interesante de misoginia entre los perdedores en un mercado sexual cada vez más exigente y restrictivo. Podríamos hablar de una nueva pornografía que plantea una suerte de relación sexual que se acerca peligrosamente a la barbarie estética de seriales falsamente históricos como los vikingos o los bárbaros, en la que las mujeres aparecen como botín de guerra y se normaliza el maltrato. Podríamos hablar de la exaltación de la fuerza y ​​el sometimiento de la debilidad. Podríamos hablar de otras muchas cosas que, en el fondo, no resultan más que la aplicación en materia de sexualidad de los principios generales de una economía de mercado fundamentada en desigualdades crecientemente cósmicas, en las que el ganador se lo lleva todo. En el fondo, estamos asistiendo a una especie de “sexualidad desregulada”, que resulta la consecuencia lógica de una economía fundamentada en la competencia feroz y la desregulación más nihilista posible. O, si lo prefieren contarlo en otros términos, la izquierda ha aspirado toda su vida por el amor libre y se ha encontrado con una sexualidad liberalizada, a la manera de un mercado afectivo marcado por la volatilidad.

Otra de las conclusiones de este nuevo feminismo que sale a la calle el 8 de marzo es cierta sensación de incoherencia. Proveniente del ambiente de las universidades estadounidenses y su cultura de la cancelación, existe una presión creciente, con un punto de hostilidad, contra los hombres blancos, de mediana edad y de clase media como exponentes del mal del machismo. Hay un punto de resentimiento no tanto por lo que hacen como por lo que son. Y, paradójicamente, es éste el colectivo que más ha evolucionado respecto a ciertas concepciones patriarcales ligadas a las familias convencionales. Son los hombres blancos heterosexuales de clase media quienes más han modificado sus comportamientos cotidianos en la dirección de la equidad. Por el contrario, es precisamente este estrato el que, estadísticamente, menos delitos de carácter sexual o de violencia de género registra, tal y como exponen los datos oficiales de los Mossos d’Esquadra. No es frecuente, por otra parte, que ese movimiento feminista tan duro con una parte de la sociedad, alce demasiado la voz ante una epidemia de matrimonios forzados (que más que doblan los asesinatos machistas) o la presión comunitaria a la que son sometidas cientos de miles de mujeres por parte de determinadas comunidades religiosas que restringen de forma medieval sus derechos civiles y sus libertades personales.

Precisamente esta incoherencia es lo que hace que se registre una especie de nuevo reaccionarismo social cada vez más intenso. Cualquier asistente social, cualquier tutor de ESO podría contar historias terribles sobre el comportamiento cada vez más patriarcal, machista y reaccionario que se respira entre las generaciones más jóvenes. No hace falta ser un experto en semiótica para entender que las letras de rap, reggaeton, y otras músicas que suelen estar en el top de reproducciones de Spotify envían unos mensajes que proponen una escala de valores inquietantes. Obviamente, también los hombres blancos de mediana edad, de clase media que se sienten maltratados por este tipo de nueva ortodoxia política están dando un vuelco en los valores, especialmente si son cuestionados en su identidad, o si se pretende “deconstruir” su masculinidad. La cosa ya se registró a mediados de la década pasada cuando las elecciones de 2016 llevaron a Trump a la presidencia de Estados Unidos. Y fenómenos como los del ‘incel’ también son muestras de ese resentimiento en esta permanente, y un punto de absurda, guerra de sexos.

En este mismo momento están surgiendo una serie de pensadores conservadores que precisamente se alzan contra esta corrección política y discursos oficiales. Podríamos hablar de Jordan Peterson o Christopher Rufo, en Estados Unidos, Diego Fusaro en Italia o Agustín Laje en España y Argentina. No son unos indocumentados. Hace meses que explico que los conservadores están cursando estudios de filosofía, mientras que buena parte de la intelectualidad progresista parecen haber abandonado pensadores como Marx para entrar en una dinámica entre Paulo Coelho y el cumbaísmo más ingenuo. Mientras los primeros van elaborando un pensamiento profundo, los segundos subliman cierta tendencia religiosa en una especie de ‘New Age–Hare Krishna’ donde la fe resulta más determinante que la dialéctica. En otras palabras, que los sectores más conservadores han desatado una guerra ideológica y la están ganando. Y no es una sorpresa. En un libro reciente sobre las revoluciones, el historiador italiano Enzo Traverso nos recuerda que tradicionalmente, los pensadores más conservadores han tenido históricamente la sartén por el mango, mientras que el progresismo intelectual ha representado un breve lapso de tiempo que podríamos establecer entre la década de 1950 y la caída del muro de Berlín, donde el resistencialismo y la frustración no logran revertir esta dinámica negativa en el campo de las ideas.

Estamos vivimos una especie de “momentum” reaccionario. Hay valores en disputa cuya clave se fundamentan en la batalla entre la igualdad y la desigualdad. Y esta batalla no necesariamente se expresa en las movilizaciones, por muy catárquicas que nos parezcan, sino en el día a día, y también en el ámbito de las ideas. Y aquí la izquierda puede perder por incomparecencia.

EL MÓN