Modelo sueco

En estos últimos días algunos de nuestros medios de comunicación han vuelto a hablar de un modelo sueco. Digo “vuelto a hablar” porque hay precedentes. Hace ciento quince años, cuando en 1905 la sociedad noruega decidió romper la unión dinástica con Suecia y alcanzar la plena independencia, muchos catalanistas de la época admiraron el comportamiento respetuoso y pacífico del gobierno de Estocolmo ante la voluntad de divorcio expresada en referéndum por sus vecinos del oeste. Siete décadas después, en los inicios de la transición posfranquista, la Convergencia fundacional y su líder, Jordi Pujol, invocaron con frecuencia el modelo socialdemócrata sueco como fuente de inspiración programática y meta lejana. Suecia seguía siendo aquel país boreal donde habitaban los ideales, ya fueran los de respeto al derecho de autodeterminación o los de construcción de un verdadero estado del bienestar.

Ahora el modelo sueco hace referencia a la estrategia aplicada por el país escandinavo para contener el coronavirus. Una estrategia dirigida no por el gobierno, sino por la Agencia de Salud Pública de Suecia y personificada ante la opinión no por presidentes, ministros ni generales, sino por un epidemiólogo de nombre Anders Tegnell. Una estrategia fundamentada no en las prohibiciones, los cierres, los confinamientos y las denuncias policiales, sino en las recomendaciones y en la apelación al sentido de la responsabilidad de los ciudadanos. Esto no ha ahorrado a Suecia tener alrededor de 30.000 contagiados y cerca de 3.000 muertes; pero se trata de unas cifras comparativamente mucho más bajas que las de España, Francia o el Reino Unido, y de una situación que hace mucho más fácil el retorno gradual a la normalidad, tal como reconoció la semana pasada la misma Organización Mundial de la Salud.

Sin embargo, para que la fórmula sueca hubiera sido aplicable a nuestras latitudes había un pequeño obstáculo: las Españas no están habitadas -ni gobernadas- por suecos. Quiero decir que no somos unos países de cultura luterana, ni unas sociedades educadas en la autoconfianza y en la autorresponsabilidad, ni hemos disfrutado de una democracia parlamentaria, de un régimen de libertades, sin interrupción desde hace un siglo y medio. Somos países de cultura católica, sociedades educadas en el principio de autoridad y en el miedo al castigo que, de los últimos ciento cincuenta años, no hemos vivido en condiciones democráticas ni una tercera parte.

Y, naturalmente, esto se nota en todos los terrenos. Ante el impacto de Covid-19, la reacción automática del gobierno central fue recentralizar competencias a base de proclamar el estado de alarma, algo que en Suecia no habría sido ni constitucionalmente posible ni políticamente imaginable. Y, desde entonces, la alarma se ha ido prorrogando no porque su vigencia haga más eficaz la labor de los hospitales ni de los laboratorios, que es donde se libra la verdadera batalla; la alarma no se levanta porque Pedro Sánchez cree que sólo proyectar la imagen de autoridad única que mantiene a raya a los ‘reinos de taifa sanitarios’, sólo eso convencerá a la mayoría de los electores de que él está siendo un gobernante efectivo contra la pandemia. Lo peor es que debe tener razón: una considerable porción de los españoles considera que el ‘ordeno y mando’ -no la pedagogía ni la persuasión- es la mejor receta para afrontar las crisis. Ya lo vimos tanto antes como después del 1 de Octubre…

El problema, sin embargo, no se manifiesta sólo por arriba, en los dirigentes, sino también por abajo, entre los dirigidos. Durante las semanas que rigió el confinamiento absoluto y la parálisis de toda actividad económica no vital, los conflictos fueron sólo los esperables en el país que inventó la picaresca. Ahora, en cuanto la situación se ha relajado, la gente puede empezar a salir a la calle y ciertos negocios a reabrir, se van poniendo de manifiesto unos comportamientos, incluso una idiosincrasia, que -discúlpenme- encuentro inquietante.

Por ejemplo, este florecimiento de lo que algunos llaman “policías de balcón” (otros, más severos, lo llaman “aspirantes a agentes de la Gestapo”): esta proliferación de delatores y espías de medio pelo que vigilan si aquel vecino ya ha salido a comprar tres veces, o aquel otro vuelve de correr mucho más tarde de las diez. Psicólogos y sociólogos analizarán las causas; a mí me parece el triste indicio de una cultura autoritaria muy arraigada.

O, en otro terreno, la actitud de respetables gremios profesionales que, mientras no reciban de las autoridades instrucciones muy detalladas, han advertido que no piensan reabrir. ¿Cuántas páginas deberá tener el BOE para precisar las condiciones de reanudación de todos los sectores paralizados por la pandemia, y tener en cuenta la infinita casuística que se puede dar? Para funcionar como sociedad ¿necesitamos que todo esté o bien prohibido o bien explícitamente autorizado? ¿No hay margen para el sentido común, para el criterio razonable y compartido entre personas? ¿Somos una sociedad adulta, o una que se complace en verse infantilizada?

No, decididamente, no somos suecos.

ARA