Los amigotes de Sergio Buarque de Hollanda sabían que no había ninguna novia de Thomas Mann, pero sabían también que aquella estadía en Berlín había dejado cola, y fue el poeta Manuel Bandeira quien ventiló el asunto sin querer, cuando el quinceañero Chico partió de San Pablo a Río a comenzar su carrera musical y cumplió la ronda de visitas a los amigos de su padre. Tom Jobim y Vinicius lo acompañaron a casa del poeta. Bandeira saludó al muchacho, sirvió bebidas y preguntó cándidamente: “¿Y cómo está tu hermano alemán?”. Chico miró a Vinicius, que también era buen amigo de su padre. Vinicius dijo: “Todos tus hermanos lo saben. Hasta tu madre lo sabe. ¿En qué mundo vives, garoto?”.
Más de cincuenta años tardó Chico en contestarle. En el medio murió su padre y murió también ese hijo alemán, sin que ninguno de sus siete hermanos brasileños llegara a conocerlo. Imaginen cuánto tiempo pasó, que Chico se había convertido en escritor para entonces. Estaba un día hojeando un libro de la enorme biblioteca de su padre cuando, de entre las páginas, cayó una amarillenta hoja con membrete del consulado alemán en Río (papá Sergio siempre dejaba papelitos en sus libros: recetas de somníferos, recortes de diarios, borradores de cartas, listas delirantes de libros y remedios). La carta era de 1933 e informaba al “Senhor Sergio de Hollander” que no podían reconocerle paternidad sobre el niño berlinés por el cual preguntaba porque no podía demostrar ciento por ciento de ascendencia aria (nótese el “Hollander”) y se le anunciaba que la criatura había sido dada en adopción a un buen matrimonio alemán.
En toda familia hay una hermana que guarda todo. Una de las hermanas de Chico tenía, prolijamente ordenadas en una carpetita, las pocas cartas protocolares a que se reducía “el asunto alemán”. De ahí sacó Chico el nombre de la madre de la criatura, se lo pasó a un historiador brasileño amigo en Berlín, y le pidió que rastreara en los registros de adopción de la ciudad un niño de tres años dado en custodia por una tal Anne Ernst en 1933. El historiador encontró el apellido de la familia de adopción, localizó a los descendientes que quedaban, reconstruyó la historia de Sergio Ernst, rebautizado Horst Günther, conductor televisivo y cantante ocasional en Berlín Oriental, hasta que espichó de un ataque al corazón a los cincuenta años, en 1981. Quedaba una hija viva, y la ex mujer. Horst, que se había puesto como nombre artístico Sergio Günther, se había separado casi enseguida de ella y vivía con una jovencita cuando se murió, pero madre e hija aceptaron ser entrevistadas. Dijeron que Horst nunca había mostrado mayor interés por su padre brasileño, pero tampoco resentimiento: le gustaba cantar, le gustaba la juerga, le gustaba la tele, le gustaba beber, era un tipo sencillo. No había más para contar, salvo que en uno de sus programas más celebrados supo hacer, con mucha algarabía y en versión alemana, una popular canción brasileña de aquel tiempo: “A banda”, el temazo con que Chico había saltado a la fama a los veinte años.
Fue en los tiempos de la tele en blanco y negro. Lo digo para que se lo imaginen, porque en los archivos de la televisión de Alemania Oriental no quedó copia. Así fue todo en aquel viaje de Chico a Berlín. “No conocí a mi hermano pero al menos él conoció una canción mía”, se dijo llegado a ese punto, sin mucha convicción. ¿Eso era todo? Entonces se acordó de la pregunta de Vinicius. Los amigos decían que las preguntas de Vinicius eran mortíferas: parecían banales al momento de oírlas y dos años después te las encontrabas en el fondo de la memoria y te cambiaban la vida. “¿En qué mundo vives, garoto?”, le había preguntado Vinicius. ¿En qué mundo hubiera vivido de haber descubierto en su adolescencia el secreto del hermano alemán?, se preguntó Chico. Y se dio cuenta de que ésa era la edad en que debía contar la historia, porque en el fondo todos somos víctimas irremediables del espíritu adolescente cuando nos ponemos de grandes a rastrear un secreto familiar.
En El hermano alemán, Chico descubre a los doce años que tiene un hermano en Alemania y comienza al instante a “investigar” qué pudo pasar con él: pudo haber sido un miembro de las Juventudes Hitlerianas que se cagó a balazos con los rusos por las calles de Berlín antes de la rendición, o uno de los millones de deportados que se llevaron en tren a Auschwitz para hacerlos humo, o uno de los afortunados que lograron huir, junto con la madre y un pianista judío que los ha adoptado y que los lleva con él a Brasil donde con nombres cambiados, y sin darse a conocer nunca, se instalan a vivir en la misma ciudad que los “Hollander”.
Sí: Hollander en lugar de Hollanda. Para librarse de la tiranía de lo real, Chico se aferró a esa errata del consulado alemán y les dio franco a sus hermanos y a su madre en la novela. A papá Sergio, en cambio, lo puso en pijama en un sillón, rodeado de una biblioteca monstruosa, que abarca a tal punto todas las paredes de la casa familiar que si sacaran los libros la casa se derrumbaría sola. Papá Sergio vive en un mundo de libros. Está todo el día leyendo en su sillón o sentado a la máquina tecleando. Cuando necesita consultar un libro, grita el título y su señora va al estante indicado y se lo lleva. Sólo ella sabe dónde está cada libro. En la casa hay sólo dos hijos, ambos varones: el mayor es el favorito, el menor es Chico. Cada vez que el padre termina su artículo para el diario llama al hermano mayor, le entrega el artículo, un billete para que se compre un helado y una moneda para el tranvía. El hermano mayor se guarda el billete y le da a Chico el artículo y la moneda. Chico se guarda la moneda y arranca en bicicleta rumbo al diario. Pedalea fuerte para llegar transpirado, y que en el diario se compadezcan y le den otra moneda.
Cuando no está robando autos o escapando sin pagar de bares y cines, Chico vende de canuto libros de la biblioteca de su padre. Un día pasa caminando delante de la puerta del escritorio y papá Sergio lo llama con voz de trueno: “Hijo, ¿usted tocó mis Kafkas?”. Chico, temblando, jura que no. El padre le contesta, con la misma voz de trueno: “¿Y qué está esperando?”. Como si sólo en los libros de Kafka hubiera respuesta al enigma de aquel hermano alemán que nunca llegará a conocerse con Chico pero que una vez cantará sin saberlo una de sus canciones para los televidentes domingueros de Berlín Oriental.
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