Mentiras de Estado

Conviene estar siempre atentos y aprender de los adversarios, sean competidores políticos, rivales artísticos o contradictores intelectuales. Por eso, tomé buena nota del escrito que José Antonio Zarzalejos publicó a primeros de agosto de hace un año: “¿Qué coño es la UDEF? El Estado, señor Pujol” (*). Con una claridad digna de agradecer, el autor del comentario contaba con toda exactitud cómo procede el Estado en general, y en particular, lo que hizo en el caso Pujol. La conclusión era que si Pujol se hubiera mantenido en la ambigüedad de la “puta y la Ramoneta”, sin adoptar una posición contraria a la integridad de España, la supuesta información de que disponía el Estado se habría quedado en el cajón del ministro del Interior. Además, literalmente, escribía: “Si el Estado ha podido contener a Pujol, también podrá hacerlo con otros”. Y además advertía que para encararse al Estado hay que ser una réplica de San Luis Gonzaga, y decía para terminar: “Si no, el Estado se comportará -en legítima defensa- como lo ha hecho con Jordi Pujol, que ahora ya sabe qué es la UDEF”.

Zarzalejos tiene razón. El Estado tiene una gran capacidad de presión cuando revela -o hace creer que revela secretos que sus aparatos policiales y de inteligencia son capaces de descubrir o, como se ha visto en otras ocasiones, de inventar. Pero aún es más poderoso cuando la coacción la ejerce callando y, con ese silencio, mantiene la lealtad de los que se podrían sentir amenazados. Pujol, según Zarzalejos avisado previamente, “confesó” para, autoliquidándose, intentar desactivar -inútilmente- la amenaza. Otros, buenos conocedores de cómo las gasta el Estado, y tal vez con más secretos por proteger, no tienen ninguna intención de provocarlo y han optado por deshacerse de sus antiguas lealtades con la parte que les es inofensiva.

Ahora bien, si Zarzalejos tiene razón, ¿qué sentido tiene sostener la idea de que el partido de Artur Mas, y él mismo, se han envuelto con la bandera de la independencia para esconderse de unas hipotéticas prácticas de financiación ilícita? Ciertamente, no estoy hablando de los hechos, de los que deben dar cuenta el mismo partido y, finalmente, los jueces. Me refiero a los argumentos. Y, por lo visto, parece claro que el compromiso de CDC y Mas con la independencia de Cataluña -y de todo lo demás que se apunte- lleva a todo lo contrario de lo que se sustenta. Es decir, les ha llevado a asumir los riesgos que conlleva enfrentarse a un Estado que usa todos sus recursos en defensa propia de forma “legítima”… o no tanto. Y de estos riesgos tiene buena constancia el partido que gobierna actualmente la Generalitat de Cataluña, pero también comparten el temor a ser amenazados por el Estado los empresarios y profesionales que comparten la aspiración a una Cataluña independiente.

En esta misma línea de los argumentos absurdos están los que vinculan la independencia política con aislamiento económico o social. Es sorprendente que la reciente carta de Felipe González a los catalanes insista en esta inconsistencia. Si, como él mismo afirma, “la revolución tecnológica significa interconexión” -y, no hay que decirlo, la globalización de los mercados-, si lo que es propio del siglo XXI es la interdependencia, ¿cuál es la razón que asiste a los que siguen considerando que la unidad de España es sagrada y que su integridad territorial es incuestionable? En realidad, si en Cataluña hay quien se atreve a plantear la posibilidad de la independencia es justamente por esta misma razón: porque las integridades territoriales de los grandes estados no sólo dejan de ser interesantes, sino que a menudo representan un lastre enorme para la prosperidad económica, la justicia social o la dignidad cultural y nacional de determinados territorios. Aún más: el hecho de que Cataluña tenga la economía más internacionalizada del actual Estado español, la que participa de forma más rotunda en las líneas de investigación internacional o que tenga una composición demográfica más diversa, es lo que explica que se sienta capaz de participar en un mundo de soberanías compartidas. Y es lo que lo aleja de un Estado que, en la dirección contraria, insiste en la homogeneización y la recentralización. El improbable aislamiento que debería convertir a los catalanes en una Albania del siglo XXI -como escribía González- sólo es imaginable desde la mentalidad separadora propia de una determinada concepción unitarista y decimonónica de España y que ha conducido, precisamente, al callejón sin salida actual.

Se puede estar de acuerdo o en contra, por razones históricas, culturales, económicas, políticas o ideológicas, con la unidad de España o con la independencia de Cataluña. Pero cada vez es más claro que no estamos ante un combate de ideas, de argumentos o sobre derechos democráticos, sino en una guerra -incruenta, sí, pero durísima- entre los intereses de un Estado y los que se han atrevido a desafiarlo. Y si es cierto que la primera víctima de cualquier guerra es la verdad, en este caso no será diferente. Ahora mismo, la pregunta es hasta qué punto el Estado, sus ‘partenaires’ ideológicos -medios de comunicación, principalmente- y sus ideólogos están dispuestos a faltar a la verdad para salvaguardar su integridad territorial. De hecho, podría ser una buena pregunta para la próxima encuesta del CIS: “¿Cree que está justificado mentir para preservar la unidad de España?”. A mí se me hace muy fácil imaginar el resultado general y la respuesta concreta, por ejemplo, del ministro del Interior o de la vicepresidenta del Gobierno español.

(*) http://blogs.elconfidencial.com/espana/notebook/2014-08-02/que-cono-es-la-udef-el-estado-senor-pujol_171555/

LA VANGUARDIA

http://www.gxi.cat/02-09-15-salvador-cardus-mentides-d-estat-la-vanguardia