Con el mismo título que encabeza este artículo apareció a fines del pasado año, en Buenos Aires, una obra destinada a informar, y eventualmente a guiar, a cualquier ciudadano por las señales de la última dictadura. Se trata de un libro editado por Eudeba y producido bajo la dirección de Memoria Abierta, la antigua alianza de asociaciones y promotora de iniciativas diversas relativas a la memoria, la verdad y la Justicia, de acuerdo con los principios que han orientado el movimiento de derechos humanos en la República Argentina.
En realidad, el libro es el resultado de una intervención constante de las asociaciones de víctimas y sus familiares, de su labor de indagación y marcación del espacio urbano. Esa actitud de señalar un lugar vinculado a las grandes conmociones represivas –más allá de lo que pueda contribuir como prueba en un proceso judicial– procede de la demanda de sentido, porque los universos simbólicos constituidos por los lugares, las señales, los indicios, las baldosas evocadoras, son un medio de reconocimiento mucho más que de conocimiento para quienes los han hecho emerger, un instrumento de afirmación propia, un medio para construir o consolidar la identidad. La ESMA, Treblinka, Londres 38, la Prefectura de la Vía Layetana, los stolperstein del pavimento de las ciudades de Alemania… constituyen universos de sentido con los que los individuos pueden tener la sensación y la convicción de que su historia cruza la Historia, incluso por qué la cruza.
Un patrimonio es eso, un conjunto de decisiones destinadas a establecer sentido; y el patrimonio político de las clases subalternas se ha orientado, en términos universales, a buscar sentido a las consecuencias de los procesos de democratización y su elevado coste humano. Incluir en el relato nacional los valores de ese proceso ha sido el camino de quienes han decidido constituir un nuevo acervo; una decisión reservada desde siempre al Estado porque constituye un ámbito de poder cultural notable. Pero desde hace años, y con ritmos distintos según los países, ese atributo del Estado es cuestionado y peleado; y lo que ha aparecido es un patrimonio democrático como referencia identitaria posible, un patrimonio que antes no había sido ni siquiera considerado.
Memorias en la ciudad reúne esas decisiones patrimoniales de una parte de la ciudadanía; documenta 240 señales de la dictadura –desde zonas de detención hasta lugares de homenaje o indicios de recuerdo mínimos– establecidas en 48 barrios de la ciudad, indica su ubicación topográfica en mapas sectoriales con un rigor exacto procedente de todo tipo de registros, y ofrece un valioso glosario de términos relativos al vocabulario memorial argentino que constituye un complemento didáctico eficaz, junto al magnífico esfuerzo de ilustración fotográfica, que lejos de ser un complemento estético, un adorno de estampas, forma parte estructural del discurso integral del libro. No conozco en ningún país de Europa, ni de América, un producto semejante en precisión y solidez documental.
Lo cierto es que Memorias en la ciudad propone, como dicen sus autores, un recorrido reflexivo por Buenos Aires, pero es también un acta notarial de la vida que ha llevado el movimiento que ha reivindicado Justicia, verdad y memoria. Por esa razón es notable observar que todos los lugares de ese nuevo patrimonio político están vinculados al sufrimiento del cuerpo y de la mente, los lugares de homenaje lo son del sufrimiento también. ¿Dónde está la memoria de la construcción democrática? ¿Acaso el sentido, la identidad y la autoridad moral proceden tan sólo de ese dolor biológico? ¿Es un encierro, como el que invocaba Florence Owens, icono fotográfico de la marginación social? Por otra parte, cualquiera puede darse cuenta, gracias al inventario del libro, de que las actuaciones efectuadas por el movimiento de derechos humanos, en realidad, son parecidas a las del Estado-Nación del siglo XIX, sin duda adaptadas, claro, porque los sujetos emprendedores son otros, pero la continuidad cultural parece evidente. La portada del libro condensa todo eso. Una mujer tocada con el pañuelo de las Madres de la Plaza de Mayo mira las aguas del Río de la Plata desde un ángulo en el que finaliza el parque de la Memoria. El parque es un espacio monumental dedicado a los desaparecidos, donde creadores reconocidos han levantado sus obras para un recuerdo universal. La idea central en la que se funda ese monumento global no es distinta a la que en su día inspiró, por ejemplo, el conjunto de Verdún, o los parques conmemorativos de algunas monarquías europeas.
Recuerdo una conferencia de Horst Hoheisel en el Malba, creo que fue en 2007; el artista, tras mostrar sus discrepancias con el parque de la Memoria, sugirió retirar monumentos y esculturas hasta dejar el espacio vacío, y a continuación propuso proyectar luz sobre el agua del estuario desde su orilla, para que –decía él– las formas cambiantes del agua –la misma agua donde fueron arrojados tantos cuerpos de militantes– se ofreciese sin discurso propio como lugar de memoria y reflexión. La propuesta agradará o no, pero tiene un fundamento radicalmente distinto al de la perezosa cultura del monumento que prosigue desde hace 200 años, incluso cuando el sujeto y el propósito son tan distintos. Miro de nuevo a esa mujer que contempla el agua que se va, o que se acerca. No busca un discurso, tal vez sólo intenta imaginar un cuerpo en la libre evocación que le ofrece esa agua. Es frecuente que las memorias de la ciudad surjan en los límites.
Ricard Vinyes es historiador