No soy galeno y mis conocimientos en medicina son bastante inferiores a la mayoría de los que poseen mis vecinos. No soy, tampoco, demasiado aficionado al estudio o siquiera lectura de las diferentes patologías que acosan al ser humano. Lo reconozco. Por eso, cuando encontré hace unos meses en el expediente militar de Fernando Sasiain Brau, alcalde republicano de Donostia en 1936, que había estado ingresado en un psiquiátrico por “melancolía aguda”, inmediatamente pensé en una enfermedad del alma, relacionada con la deriva que sufrió al ver a su querida ciudad en manos de unos canallas sin escrúpulos. Pensé que a Sasiain le dominaba la angustia en los atardeceres otoñales desde la cárcel en la que fue recluido, recordando los arenales del Urumea, aspirando esa brisa que le faltaba del Cantábrico o intentando escuchar los viejos ecos marciales de los defensores de Urgull. Pensé que Sasiain penaba del mal de nuestros viajeros seculares que sufrían horas y horas apoyados en la baranda del barco, aguardando el día de la vuelta con ansiedad, haciendo cálculos lunares para descontar las horas que restaban hasta alcanzar puerto amigo. Pensé que la melancolía de Sasiain era la del venezolano Josu Landa que vio morir a su padre vestido con una lekeitiarra y tocado con una txapela sin recordar que llevaba más de 30 años huido de su tierra o la de Vicente Amezaga que seguía dando clases en euskara en un barrio perdido de Buenos Aires después de escabullirse de los nazis en aquella odisea del Alsina. Y creí que la melancolía, la misma que habían versificado los poetas desde Homero, o detallado los escritores desde tiempos tan lejanos como los que retrató Ovidio, era un símil más o menos literario que equivalía a añoranza, como la que yo sentía por los míos en los viajes más tediosos. Llegué a suponer, en mi desconocimiento, que la melancolía era un término romántico, fiel a los cánones de nuestros pensadores más delicados.
Y me equivoqué. Sasiain sufría una depresión grave, expresión camuflada antaño con la más plácida de melancolía. Me lo confirmaron algunos médicos que leyeron los informes. Sasiain padecía un abatimiento profundo, probablemente por algunas de las mismas razones que he apuntado. Pero, sin duda y sobretodo, por el trato sufrido por esos canallas sin escrúpulos, internado por los alemanes en la cárcel lapurtana de Baiona, engañado por los carceleros de Franco para volver en 1950 del exilio y sin embargo encerrado en mazmorras inhumanas más propias de siniestros personajes que de alcaldes democráticamente elegidos. Fernando Sasiain fue recluido en un psiquiátrico y los médicos que lo trataban obligados a entregar un informe semanal sobre su estado de salud. Los carceleros no se fiaban de los psiquiatras y apretaban para que Sasiain volviera a la celda. Volvió y salió para morir. Hoy, 50 años más tarde, su ciudad no lo recuerda y aquel Ayuntamiento que un día presidió ni siquiera tiene empeño en que su nombre brille al menos como una de esas estrellas que pululan por ese injusto firmamento que nos cobija.